Professeur Carlos Heusch

Université Montpellier 3

Del califato Omeya

al desmembramiento de al-Andalus

índice

5. El califato omeya (912-1031).................................................................................................. 1

6. Los reinos cristianos hasta la llegada de los Almorávides (1035-1086).................................. 4

7. Los Almorávides (1086-1140)................................................................................................ 8

8. De los nuevos reinos de taifas a la invasión almohade (1140-1212)..................................... 14

9. El desmembramiento de al-Andalus (1212-1252)................................................................. 20

5. El califato omeya (912-1031)

            Cuando todo parecía apuntar hacia el desmoronamiento político de al-Andalus, el nuevo emir que llega al poder en 912 iba a dar un total vuelco a esta situación dramática a causa de las luchas internas, concretamente contra Ibn Hafsun, y de los peligros externos: el amenazador reino astur-leonés, en el norte, y, en el sur, el nuevo poder fâtimi, en Túnez [1] . Se trata de Abderramán III (912-961) —nieto del emir Abdalá, muerto en 912, e hijo de una concubina vasca llamada Muzna—, quien entonces contaba sólo 21 años y que gracias a su sentido político y a su ímpetu lograría dar a al-Andalus su mayor grandeza.

            Este proyecto debía empezar lógicamente por la restauración del poder político cordobés en el conjunto del territorio de al-Andalus. Así fueron derrotados en los dos primeros años de su mandado, muchos partidarios del insurrecto Ibn Hafsun. Gracias a hábiles maniobras el emir recobró su autoridad en Sevilla. La muerte de Ibn Hafsun en 917 supuso el inicio del derrumbamiento de su insurrección ya que sus descendientes no supieron o pudieron mantenerla. A partir de 928, con el sitio de Bobastro, Abderramán sofocó la insurrección y, posteriormente, fue logrando un control de las marcas, a pesar de que en 937 el señor de Zaragoza en la marca superior se declarase el vasallo del rey cristiano asturleonés, el poderoso Ramiro II (930-950), lo cual obligó a Abderramán a lanzar una importante campaña militar contra esta ciudad. El restablecimiento de la unidad política de al-Andalus permitió a su emir contener con mayor facilidad los acosos de unos reinos cristianos que acaso se veían a su vez debilitados por el derrumbamiento del imperio carolingio. Una excepción, sin embargo, el reinado del ya citado Ramiro II quien impuso un serio revés a las tropas de Abderramán III en la batalla de Simancas (939), gracias a lo cual el rey asturleonés pudo extender su poder hasta Salamanca. Pero el impulso del rey asturleonés iba a quedar frenado a causa de las luchas internas, concretamente la lucha por la independencia del condado de Castilla, lo cual fue cabalmente utilizado por Abderramán. Este freno impuesto al avance cristiano se vio aumentado con la muerte de Ramiro II (950) que todos aprovecharon para desarrollar sus reivindicaciones territoriales y el emir andalusí para aumentar su autoridad política. Tanto es así que a partir de 951, todos los soberanos cristianos —el rey de Asturias y León, la reina de Navarra, el conde de Castilla, el conde de Barcelona— se vieron obligados a reconocer la soberanía hegemónica de Abderramán. Ello significaba que se establecía una forma de vassallaje de los territorios cristianos hacia el emirato, con la imposición de un tributo anual y la destrucción de plazas fuertes cristianas ubicadas en lugares estratégicos lo cual dejaba a estos territorios en una situación de mayor vulnerabilidad que hacía más posibles y expéditas aún las eventuales represalias andalusíes en caso de incumplimiento de los tributos pactados. Esta situación duró entre 960 y el año mil, y fue sin duda el momento de mayor control musulmán, en todos los aspectos, sobre el conjunto de la península, de toda la historia anterior y posterior de al-Andalus. Pero, de alguna manera, el problema latente era que no se trataba de una verdadera conquista o de un control efectivo del territorio sino meramente formal. Los territorios cristianos y concretamente el extenso reino de León quedaban incluidos en los dominios de Abderramán pero sólo de manera formal, es decir, sobre el papel, y material a través de los beneficios económicos. Pero no hubo nunca un proceso de control político local dentro de esos territorios y menos aún una política de colonización y de asentamientos. Si políticamente, la península toda se hallaba bajo el control de un solo poder político, el de Abderramán, en la práctica subsistía una clara frontera cultural, religiosa y al fin y al cabo también política. Toda la ambigŸedad del sistema feudal reside ahí, en esa singular relación de dependencia política y autonomía gubernamental. Y la Historia ha mostrado que ese sistema producía incesantes brotes y conatos de independencia.

            La supremacía política de Abderramán fue tal vez lo que movió el antiguo emir a dotarse del título superior tanto político como religioso de «califa», de «jefe de los creyentes» y de «defensor de la religión de Dios». Así, con Abderramán el antiguo emirato de Córdoba se convierte en un califato que ejerce su dominación política sobre la totalidad de la península ibérica. Este hecho fue asimismo lo que permitió la época de mayor esplendor económico de al-Andalus. Las arcas públicas se iban llenando con la llegada de los tributos de toda la península y eran, a la vez, el mayor testimonio de una situación de paz y de estabilidad que permitieron un considerable desarrollo económico en los tres sectores fundamentales de la economía: el agrario, el de la artesanía y el comercial. De ahí que esos años fueran los de un bienestar para todas las capas de la sociedad andalusí que contrastaba claramente con la situación de los estados del resto de Europa. Dicho período fue, a su vez, el de la consolidación del carácter fundamentalmente urbano de la sociedad hispano-andalusí. Las ciudades se hacen cada vez más importantes y poderosas, esencialmente gracias al desarrollo del comercio internacional (que se halló bajo la misma protección del califa quien se dotó de una flota permanente que se iba a convertir pronto en marina mercante): las ciudades andalusíes eran puntos clave en las rutas comerciales que unían oriente y occidente. Tal vez sea éste, el poder económico obtenido por las ciudades, un elemento a tener en cuenta para explicar las pretensiones a la independencia de éstas, que sacudirán al califato, medio siglo después, provocando, como se verá su caída y desaparición.

Este cénit de al-andalus se mantuvo aún con los sucesores de Abderramán III, su hijo al-Hakam II (961-976) y su nieto Hisham II (976-1013) quien tardó en llegar, como heredero. Por lo visto, no se conoce a al-Hakam II demasiado trato con mujeres hasta 962 cuando entabla relaciones con una concubina vasca o de Navarra llamada Subh pero a la que al-Hakam llamaba con un nombre masculino, Yaafar, a la vez que la obligaba a vestirse como un hombre. Así nacería, tres años más tarde, Hisham, de frágil salud y que iba a convertirse en califa a los once años cuando muere su padre. Esta circunstancia favoreció el hecho de que el verdadero detentor del poder político fuera su mayordomo (hayib, primer ministro), el famoso Almanzor o al-Mansur (978-1002). …ste —Ibn Abi ‘Amir, nacido en 940— venía de una vieja y aristocrática familia árabe de la región de Algeciras. Había entrado en palacio, en tiempos de al-Hakam, para servir a la princesa Subh —madre de Hisham— llegando a ser su hombre de confianza (se ha dicho incluso que fueron amantes) lo cual le permitió ser muy pronto nombrado intendente y administrador de los bienes del heredero. Se ocupó de tantos y tantos cargos públicos, subiendo cada vez, gracias a sus intrigas, los peldaños de la jerarquía cortesana, que al morir al-Hakam en 976 era uno de los principales candidatos para asumir la «regencia». Así, en 978, tras un período de corregencia compartida con al-Mushafi —amigo íntimo del anterior califa—, contando con el apoyo de su suegro, el general Galîb (o Gáleb, un viejo liberto de Abderramán III), consiguió descalificar a su corregente (a quien mandaría asesinar luego) y convertirse así en el mayordomo del nuevo califa. Almanzor consiguió ser el verdadero y único soberano, desde su posición de primer ministro, arreglándoselas para que el califa no tuviera más que un papel honorífico, alejándolo de la política, orientándolo hacia los placeres sensuales. En este sentido resulta muy significativo el traslado de la residencia oficial del califa en 981 al palacio de al-Madina al-Zahira («la ciudad resplandeciente») con lo que el califa quedó totalmente al margen de los asuntos políticos. Ese mismo año, Ibn Abi ‘Amir se otorgó el epíteto de al-Mansur billah («el victorioso por gracia de Dios») al salir victorioso de sus conflictos políticos con los partidarios del general Galîb, su propio suegro, que además tenía el apoyo de los soberanos cristianos del norte. Almanzor consiguió la mayor parte de los símbolos del poder pero tuvo la sagacidad política de no pretender nunca al puesto de califa. Lo mismo haría su hijo, ‘Abd al-Mâlik (Abdelmálek Almuzáfar), constituyéndose así una dictadura de mayordomos a la que ha venido a llamarse «dictadura de los ‘amiríes y que duró hasta 1008.

Todos estos triunfos militares —más de 50 exitosas campañas contra los cristianos [2] — y políticos iban a desmoronarse muy rápidamente, entre los años 1008 y 1031, cuando al cabo de una larga y sangrienta guerra civil (provocada por la auto-proclamación como califa de Abderramán Sanchuelo, hijo menor de Almanzor), en el transcurso de la cual se fueron sucediendo más de 15 califas, un consejo se reunió en Córdoba para poner fin a esa situación de caos: se decidió la abolición del califato  (Hisham III fue expulsado) y la creación de un Consejo de Estado que, de hecho, funcionó sólo en la ciudad de Córdoba. Se constituyó así un nuevo sistema en el que los dominios de al-Andalus quedaron divididos en un complejo mosaico de unos 30 reinos independiente a los que se ha denominado reinos de taifas, cuyo número se reducirá un tanto, con el tiempo, como se aprecia en este mapa de la península, a mediados del siglo xi:

6. Los reinos cristianos hasta la llegada de los Almorávides (1035-1086)

Castilla y León

La desintegración del califato en diferentes reinos independientes de taifas dejaba en muchos casos a éstos desprovistos de una verdadera fuerza militar con la que pudiesen asegurar su propia seguridad frente a eventuales acosos de otros reinos vecinos. Este hecho transformó completamente las relaciones entre los reinos cristianos y las entidades políticas musulmanas nuevamente creadas. Los reinos cristianos y, concretamente, los de León y Castilla pasarían de una situación defensiva o de dominados a una posición ofensiva o de protectores de los reinos de taifas a cambio de las llamadas «parias». Los reyes cristianos entendieron que más que una política de conquista o de anexión podía resultar más interesante hacer alarde de una supremacía militar, que corría parejas con el desarrollo europeo de la caballería, que, en última instancia, podía aportar interesantes beneficios económicos de los que los reinos cristianos se veían urgentemente necesitados.

            La política del rey de León y Castilla Fernando I (1035-1065), primer soberano castellano con el título regio [3] , se enmarca plenamente en este contexto. No pudiendo acaso llevar a cabo una verdadera política de anexión y colonización, este monarca optó, más bien, por una política de asistencia militar y protección de aquellos reinos de taifas que solicitaran su ayuda y estuviesen en medida de pagar a cambio el tributo correspondiente o «parias». Buen ejemplo de ello lo tenemos en 1043, cuando el rey de Toledo debe huir ante el acoso del rey de Zaragoza. Será Fernando I quien restaure la autoridad del monarca musulmán del reino toledano, exigiendo, a cambio importantes tributos cuyo pago exigirá en algunas ocasiones incursiones militares del rey castellano-leonés. El mismo régimen de parias será impuesto por Fernando I a los reyes de Zaragoza, Badajoz y Sevilla, con los consiguientes saqueos, incendios y pillajes que mantenían un acoso militar que era para dicho soberano la mejor garantía del pago de los tributos anuales. La prepotencia militar castellano-leonesa llegaba hasta arrogarse ciertos derechos de conquista, a pesar del régimen de protectorado bajo el cual se hallaban los reinos de taifas que pagaban tributo. Así la taifa de Badajoz perdió ciudades importantes como Viseo (1058) o Coimbra (1064). En sus relaciones con los otros reinos cristianos cabe destacar el conflicto con su hermano el rey de Pamplona, García, a quien derrota y mata en la batalla de Atapuerca (1054), provocando una grave crisis dinástica en el reino vecino e importantes anexiones para Castilla de territorios navarros. Fernando I muere en 1065 y su sucesión provoca una importante división en la entidad política del noroeste peninsular: Sancho II (1065-1072), rey de Castilla, cuestionará el testamento político de su padre que confería independencia política a sus hermanos, Alfonso VI en León, García en Galicia, Urraca en Zamora y Elvira en Toro. El pago de las parias de los reinos de taifas también va a dividirse entre los hermanos. Zaragoza paga a Sancho; Toledo a Alfonso; Sevilla y Badajoz a García. Las disensiones internas entre los hijos de Fernando I, que desembocaron en una especie de «guerra civil» y a la par fratricida, detuvieron un tiempo el acoso castellano-leonés sobre los reinos de taifas. Con la muerte de Sancho II, en 1072, a manos del presunto traidor Bellido Dolfos, se inicia una nueva etapa que va a ser la de mayor esplendor del nuevo rey castellano-leonés, Alfonso VI.

            Este es el contexto histórico en el que se desenvuelve la figura histórica del famoso Rodrigo Díaz de Vivar, «el Cid», que había sido vasallo del rey de Castilla Sancho II. Dejando aparte las leyendas que sitúan su destierro en la negativa del Cid a jurar vasallaje al nuevo rey de Castilla y León, Alfonso VI, tras la muerte de Sancho II, a raíz de la sospecha que pesaba sobre el rey leonés en el asesinato del monarca castellano, su propio hermano, sabemos que en 1081 el Cid fue acusado por otros miembros de la corte de haberse quedado con parte de las parias del rey de Sevilla que había ido a buscar por orden de Alfonso VI y de haber hecho presos a ciertos nobles castellanos que combatían contra el rey de Sevilla por la cuenta del rey de Granada. Como castigo fue desterrado y para «ganar el pan», como dice el Poema de Mio Cid, tuvo que prestar sus servicios militares al rey de Zaragoza. Fue entonces cuando, atacando al rey musulmán de Lérida —enemigo del de Zaragoza—, tuvo que combatir con el conde de Barcelona, quien protegía al de Lérida, y llegó a capturarlo. Por motivos semejantes, luchó también contra otros soberanos cristianos, como el rey de Aragón Sancho Ramírez, «protector» a su vez del rey musulmán de Lérida. Las relaciones entre el Cid y Alfonso VI fueron a menudo tensas, esencialmente a causa de los «mestureros» de la corte, los otros nobles castellanos y leoneses quienes veían en la pujanza militar y política del Cid una verdadera amenaza, pero también es cierto que difícilmente Alfonso VI podía olvidar los tiempos en los que el Cid lo combatía, a las órdenes de Sancho II, y, concretamente, esa batalla de Golpejera (1072), en la que el Cid había derrotado a Alfonso obligándolo a refugiarse en el reino musulmán de Toledo para escapar a su acoso. Tras numerosos enfrentamientos armados con los ejércitos almorávides (vid. infra), el Cid consiguió entrar en Valencia en 1094, ciudad que mantendría hasta su muerte en 1099, siendo ésta finalmente perdida por su esposa, doña Jimena, en 1102.

            Alfonso VI (1072-1109) inició su reinado extendiéndose por el este, merced a los problemas sucesorios del reino de Navarra. Pudo así incorporar a Castilla zonas de la Rioja y del País Vasco (hacia 1076). Qué duda cabe que el elemento histórico más memorable del reinado de este monarca fue la entrada triunfal en la ciudad de Toledo en 1085, entregada por al-Qadir tras un largo acoso militar. La toma de Toledo tenía un valor simbólico y político fundamental para un monarca como Alfonso VI que pretendía retomar la herencia del antiguo reino visigodo. El haber conquistado la antigua capital del reino visigodo le autorizaba según él a aplicarse expresiones como la de magnificus o triumphator y sobre todo, la más conocida de todas, la de Rex et imperator totius Hispaniae, lo cual demostraba ya, de alguna manera, las aspiraciones hegemónicas de la nueva unidad política castellano-leonesa sobre el conjunto de la península. Pero la importancia de dicha conquista también tenía sentido con relación a las realidades de al-Andalus: se trataba en efecto de la capital de la frontera media y sobre todo de una encrucijada esencial en las comunicaciones de todo tipo dentro del espacio andalusí. Alfonso VI comprendió sin duda que una política de anexión de territorios, para ser duradera, debía además estar apoyada en una vasta operación de repoblación y colonización, dirigida por el noble francés Raimundo de Borgoña. Así pues, esos años estuvieron marcados por una fase de asentamiento demográfico castellano y mozárabe a ultranzas (se llegó hasta perdonar los crímenes de los delincuentes si se instalaban en esas zonas) en las dos «extremaduras», nuevamente conquistadas. Esta política dotó a los municipios de un amplio poder y autonomía, basados en la concesión de fueros propios, al tiempo que consolidaba en éstos las prerrogativas de la caballería villana que vino a concentrar la función militar, política y económica. En algunos lugares, como la ciudad de Toledo, la población, a pesar del movimiento de repoblación, no sufrió grandes cambios. Allí encontramos esencialmente a mudéjares, mozárabes y judíos (se trataba de la principal comunidad mosaica de la península).

Navarra

            La situación de los otros reinos cristianos era desigual durante este período. Navarra conoció diversas crisis, indirectamente relacionadas con las conflictivas relaciones con el cada vez más poderoso vecino occidental, Castilla-León, y por la pérdida de dominación político-familiar sobre el vecino oriental, Aragón [4] . El primogénito de Sancho el Mayor, García Sánchez III «el de Nájera», durante los casi 20 años de su reinado, supo mantener una sólida red de parentesco, ayudando y colaborando con sus hermanos, al frente de las regiones vecinas y hasta hizo prueba de mayor magnanimidad que sentido político dando el visto bueno a la incorporación a Aragón de Sobrarbe y Ribagorza que Sancho el Mayor había donado a otro de sus hijos, Gonzalo. La batalla de Tamarón (1037) que permite a Fernando I convertirse en rey de Castilla va a ser el inicio de las relaciones conflictivas entre los dos hermanos, respectivamente reyes de Castilla-León y Navarra. Por lo visto existía un odio fuerte entre Fernando y García que los condujo hasta el enfrentamiento directo, con el trágico desenlace de la batalla de Atapuerca en 1054. Las luchas fratricidas mermaron considerablemente el esfuerzo militar de expansión sobre la tan deseada taifa de Zaragoza, contentándose con simples escaramuzas cuya finalidad era más la de una presión sicológica tendiente a asegurar el pago de las compensaciones económicas. Poco, por lo tanto, se modificó la «frontera» en ese período. La prematura muerte del rey de Navarra iba a dar rienda suelta a los intereses de los grupos nobiliarios que el joven monarca de 14 años, Sancho IV de Peñalén, difícilmente podía controlar. Tal vez por esta razón cuando pudo ejercer plenamente sus derechos regios, dicho monarca intentó luchar contra los barones navarros hasta atraerse su más profunda enemistad. Sancho IV tuvo además que hacer frente a los conflictos fronterizos con el reino de Castilla («Guerra de los 3 Sanchos» en 1067). El descontento provocado por la política violenta y aun cruel del rey navarro iba a tener un desenlace trágico en 1076 cuando es asesinado por un grupo de parientes y barones de Rioja, įlava y Vizcaya. Se trataba de un tiranicidio, en la línea de las ideas visigodas al respecto que encontramos, por ejemplo, en Isidoro de Sevilla. Fueron sin embargo los vecinos del reino de Navarra quienes consiguieron sacar el mayor provecho del tiranicidio, repartiéndose con prontitud el reino. Alfonso VI entró en Nájera y llegó a extender su influencia política hasta Calahorra. Sancho Ramírez, rey de Aragón, por su lado se apresuró a conquistar la zona oriental y central del reino y ocupó Pamplona. Ello supuso que Navarra entrase a formar parte del reino de Aragón durante unos años, concretamente hasta la muerte sin sucesor del famoso rey aragonés Alfonso I «el Batallador» (1134). Fue en ese momento de crisis sucesoria cuando los Navarros buscaron su independencia proclamando rey a García Ramírez (1134-1150). A pesar de mantener su independencia política, la Navarra de ese período se vio constantemente constreñida entre unos vecinos (Castilla-León y Aragón-Cataluña) cada vez más poderosos, lo cual llevaría a este reino vulnerable a buscar poderosas alianzas con el vecino ultra pirenaico, primero a través de la Casa de Champaña (1234-1274), luego a través de la misma Casa de Francia (Navarra formó parte del reino de Francia entre los años 1284 y 1328).

Aragón

El reino de Aragón se había ido consolidando como entidad política autónoma desde la muerte en 1035 de Sancho el Mayor que supuso la división del reino de Pamplona en varias unidades. El antiguo condado de Aragón pudo así erigirse en reino siendo su primer soberano el hijo ilegítimo de Sancho de Navarra, que había tenido antes de su matrimonio, Ramiro I (1035-1063) quien, sin embargo, se resistió a utilizar la fórmula de «rey por la gracia de Dios» para sí. Ramiro fue un rey guerrero que intentó consolidar territorialmente su recién nacido reino, tanto es así que fue intentando tomar la fortaleza de Graus, en manos del rey de Zaragoza, como encontró la muerte en 1063. Sus sucesores iban a poder sacar el provecho político y territorial de la acción iniciada por el soberano difunto. Su primogénito Sancho Ramírez (1063-1094), será no sólo «hijo de rey» sino rey con su sentido pleno Dei gratia. La consolidación del modelo teocrático la fue a buscar Sancho haciéndose el feudatario del Papa (cosa que supuso la adopción de la liturgia romana en Aragón), «soldado de San Pedro», lo cual implicaba algunas obligaciones de tipo vasallático a las que Sancho no dio siempre la respuesta acaso esperada por la Santa Sede. Así, su participación en la llamada Cruzada de Barbastro, dirigida por el duque de Aquitania, contra al-Andalus, fue relativa aunque brindó a Aragón gran número de tierras donde el rey de Aragón edificó fortalezas que iban a permitir el avance progresivo de la frontera llevado a cabo en los reinados siguientes. Se fracasó, sin embargo, en la toma de Tortosa (campaña de 1086) que hubiera dado al reino aragonés una codiciada salida marítima.

El rey de Aragón tenía asimismo las miras puestas hacia el reino vecino de su sobrino. El asesinato de éste en 1076 le brindó una oportunidad inesperada de hacerse con el reino y autoproclamarse rey de Aragón y Navarra, antes de que lo hiciera su pariente, el rey Alfonso VI de Castilla y León. Dicha unión iba a dar una importante estabilidad política e institucional a los navarros quienes se identificaron plenamente con su nuevo monarca y estaban dispuestos a defenderlo frente a cualquier acoso por parte de los castellanos. Este nuevo sentimiento navarro-aragonés fue un elemento clave a la hora de volver a iniciar una política de expansión hacia el sur, es decir hacia la tan codiciada taifa de Zaragoza. La presión militar se inicia hacia 1084 pero la resistencia de los hudíes de Zaragoza era aún sólida y Sancho se tuvo que contentar con escasos triunfos, pereciendo de un flechazo en el sitio de Huesca.

Su descendiente, Pedro I (1094-1104) mantendría ese ímpetu conquistador de su padre, espoleado además por el nuevo «espíritu de cruzada», a raíz de la predicación hecha por el papa Urbano II en 1095, consiguiendo Huesca, el 25 de noviembre de 1096, y Barbastro en 1100. Dichos éxitos lo llevarían hacia la misma ciudad de Zaragoza cerca de la cual edificó una fortaleza con el fin de preparar la ofensiva a la capital de los hudíes, que no fue sino un intento fallido. Se retiró a su nueva capital de Huesca donde la noticia de la muerte de su único heredero lo sumió en una profunda tristeza de que, por lo visto, enfermó y murió. Le sucedió su hermano, Alfonso I el Batallador quien iba a brindar a Aragón sus mayores conquistas.

Cataluña

En el siglo xi, Cataluña se presenta como un mosaico de condados independientes aunque unidos por parentesco. Son los condados del Alto y Bajo Pallars, Cerdaña, Urgel, Rosellón, Ampurias, Besalú y Barcelona-Gerona-Ausona, correspondientes a las actuales provincias de Roussillon (Francia), Gerona, Barcelona y la región pirenaica de Lérida. El núcleo político de esta antigua «marca hispánica» fundada y repoblada por los Francos lo constituye la casa de Barcelona, en torno a la cual aparecen unidos los tres principales condados. Tras diferentes episodios de crisis políticas internas, Ramón Berenguer I (1035-1076), a partir de 1057 consigue imponer su autoridad sobre los demás condes catalanes y es asimismo el inicio de un movimiento de expansión, tanto hacia el norte como hacia el sur. La casa de Barcelona, a través de sus estrategias matrimoniales y gracias a su poder económico consigue importantes señoríos en tierras occitanas: Ramón Berenguer se hace así con los condados de Carcasona y Razés, obteniendo el vasallaje del señor de Montpellier, del vizconde de Agde-Béziers y del conde de Tolosa (Toulouse). Los sucesores de Ramón Berenguer I dejarán para Cataluña un balance político mucho menos exitoso: divisiones internas, pérdida de feudos (esencialmente los occitanos); campañas fallidas contra el rey de Zaragoza (recordemos el famoso episodio del apresamiento del conde barcelonés por parte del Cid, «mercenario» del rey musulmán de Zaragoza) y contra Tarragona, Tortosa o Valencia; riesgo de guerra civil, a causa del asesinato del conde Ramón Berenguer II (1082), acaso urdido por su propio hermano. Ante esta inestabilidad interior se mantuvo el régimen de protectorado iniciado por Ramón Berenguer I, con algunos reinos musulmanes como los de Lérida y Tortosa. Habrá que esperar la llegada al poder de Ramón Berenguer III (1097-1131) para que el principado conozca nuevos éxitos políticos y territoriales.

7. Los Almorávides (1086-1140)

            La situación de las relaciones entre reinos musulmanes y reinos cristianos en la península Ibérica durante el siglo XI es bastante singular. Sería, evidentemente, excesivo hablar de tolerancia entre las religiones y aún más de fusión cultural. Sin embargo, se trata de una época en la que no son aún las diferencias culturales o religiosas las que van a enfrentar los pueblos unos con otros. Las rivalidades son esencialmente políticas y prácticamente las mismas entre cristianos y musulmanes. Por encima de las diferencias religiosas y / o culturales están ante todo los intereses, esencialmente económicos. El sistema de las «parias», en el que soberanos cristianos ayudan a reyes musulmanes contra otros reyes musulmanes o incluso contra reyes cristianos, sólo es concebible en este contexto. Este sistema es además una excepción en el occidente cristiano medieval que iba a ser criticada cada vez con más dureza. La reforma gregoriana de la iglesia produce una mayor crispación en contra de los que van a ser considerados como enemigos de Cristo: judíos y musulmanes. En este contexto que va a plasmarse en el nuevo espíritu de la cruzada, a finales del siglo XI (Urbano II predica la primera cruzada en 1095), la iglesia romana ve con muy malos ojos los acuerdos existentes entre los soberanos cristianos de España y sus homólogos musulmanes. Poco a poco va tomando sentido la idea de que Hispania es también tierra de cruzada, como Tierra Santa.

            Es el principio del fin de una época. Si ésta era posible, Āacaso no era también porque existía un pacto de convivencia entre culturas, civilizaciones y religiones muy propio de la península ibérica? Recordemos que durante siglos vive en al-Andalus, más o menos pacíficamente, una mayoría de cristianos y que la islamización en esta región va a ser bastante lenta. De igual modo, en la toma de Toledo por Alfonso VI hubo una especie de pacto de tolerancia merced al cual el rey de Castilla se comprometía a respetar los bienes y los derechos de los pobladores musulmanes de la ciudad. En los albores del siglo XII este pacto se rompe y las poblaciones mozárabes y musulmanas empiezan a conocer problemas y muchos prefieren emigrar hacia los reinos de al-Andalus.

            Pero esta situación se había resquebrajado también del lado musulmán donde el factor religioso cobra a lo largo del siglo xi una trascendencia cada vez mayor. La islamización y la arabización de los mudéjares se intensifica, provocando, a su vez, movimientos de éxodo. Pero las prácticas religiosas también conocen cambios: la radicalización se extiende, por ejemplo a través de los alfaquíes malikitas, cuyas ideas encuentran eco en una población acosada por la presión fiscal de unos soberanos cuyo gusto por el lujo y la ostentación ha vuelto especialmente venales. La intolerancia hacia los antiguos dimmies empieza a cobrar fuerza. Era este el caldo de cultivo en el que las nuevas ideas de los almorávides venidos de įfrica iban a encontrar muy buena acogida, logrando dar a los musulmanes de España una verdadera conciencia islámica.

            Según Montgomery Watt, los almorávides son los antepasados de los tuaregs. Se trata de un movimiento religioso , militar y político que se inició entre tribus beréberes nómadas del noroeste de įfrica (tienen su probable origen en el Senegal actual). Algunos de estos hombres siguieron una formación espiritual específica, hacia 1039, en relación con la jurisprudencia malikí, dirigida por Ibn Yâsîn. De la idea de «casa de ejercicios» donde recibían su formación espiritual estos futuros guerreros así fogosos como místicos, se deriva la palabra al-Murâbitûn que dio luego en el romance hispánico almoravid. Hacia 1055, estos nuevos guerreros inician una fase de expansión y de conquista por el norte de įfrica, controlando, en pocos años, amplias zonas de Marruecos y parte de Argelia. Así, por ejemplo, es fundada en 1062, la ciudad de Marrakech como capital del movimiento. Dejando aparte las grandes aptitudes guerreras de los almorávides, estos sonados y tan rápidos éxitos por el norte de įfrica se explican también por las divisiones que conocía en aquel entonces la región, dividida, como al-Andalus, en múltiples y a veces diminutos estados. Una vez constituida la autoridad política de los almorávides en el Magreb, éstos fueron para las poblaciones un vector de estabilidad y de unión y, al mismo tiempo, supieron presentarse como los guardianes del sistema jurídico de los malikíes y como parte integrante de la unidad mayor constituida por los califas abbasíes de Bagdad.

            La llegada de los Almorávides a la península Ibérica es una de las consecuencias del «triunfo» de Alfonso VI de Castilla y León en Toledo. Parecía que nada iba a poder frenar la ofensiva de los castellanos y Mu’tamid de Sevilla junto con otros reyes andalusíes de taifas se decidieron a pedir auxilio a los Almorávides de Marruecos y se pusieron en contacto con Yûsuf ibn Tâshufin. Se trataba según lo acordado de una mera colaboración militar: si los almorávides vencían a los castellanos debían luego regresar a įfrica. Así fue como un ejército de almorávides desembarcó en Algeciras en el verano de 1086. Se encontraron con los castellanos de Alfonso VI en la batalla de Sagrajas en la que el emperador sufrió unos de sus más importantes reveses que lo conduciría hasta hacer las paces con el Cid, aunque de manera efímera pues, en 1089, Rodrigo sería desterrado de nuevo, decisión unilateral del soberano que lo dejaba sin uno de sus mejores elementos militares ante el posible acoso de estos nuevos y temibles guerreros africanos.

Tras la victoria sobre Alfonso VI, los hombres de Yûsuf regresaron a Marruecos. Pero al ver los andalusíes que la derrota inflingida en Sagrajas no era suficiente para contener las aspiraciones de Alfonso VI, concretamente hacia las zonas costeras mediterráneas, los almorávides volvieron a ser llamados, esta vez con un cariz más marcadamente religioso, en un contexto general en el que las cuestiones religiosas cobraban, en ambos bandos, cada vez más importancia. Vuelve a desembarcar Yûsuf en Algeciras en 1090, acaso ya con la intención de quedarse mucho más tiempo en al-Andalus. Durante este tiempo, en el que no faltaron encontronazos con Alfonso VI, Yûsuf pudo comprender las especificidades políticas y sociales de los reinos de taifas andalusíes y medir la distancia que existía entre un personal político esencialmente arábigo-andaluz, bastante cortado de las realidades sociales, medianamente religioso y bastante más interesado por las letras y las artes. En el apoyo de los malikíes y del pueblo llano residía, por tanto, la clave de un éxito que iba a ser no sólo militar sino también político. El pretexto para la empresa unificadora de Yûsuf fue la debilidad de los múltiples reinos de taifas que a causa de su división aparecían como una eventual presa fácil para un reino vecino cristiano cada vez más sólido y unido a partir de la consolidación política castellano-leonesa. En poco tiempo Yûsuf supo acabar bajo su mando con la división que reinaba en al-andalus. En uno o dos años sometió a su autoridad las principales ciudades de Andalucía, algunas de ellas sin que mediara la menor lucha: Granada y Málaga, al finalizar 1090, y en 1091 Córdoba, Sevilla, Almería, Jaén, «beda, …cija y Murcia. El sur de al-Andalus pasó pues a formar parte del imperio almorávide. Tras lo cual, Yûsuf inició su progresión hacia el norte: Badajoz (1094), lograron, tras muchos combates con el Cid, hacerse con Valencia (1102) que doña Jimena mantuvo casi 4 años después de la muerte de su esposo, y Zaragoza en 1110, pero a pesar de todos sus esfuerzos (pues era éste uno de los objetivos militares prioritarios del regreso de los almorávides) les fue imposible recobrar Toledo. Fueron estos años el apogeo de la presencia de los almorávides en España quienes impusieron a los castellanos de Alfonso VI severas derrotas, en Consuegra (1097) y, sobre todo, de manera tajante, en la batalla de Uclés (1108), terrible para Castilla pues ahí murió el único heredero varón del rey, el infante don Sancho.

Por lo visto, al contacto con las oligarquías andaluzas, el espíritu guerrero religioso se fue enfriando, con lo cual se inició cierta decadencia que Montgomery Watt describe así:

Los generales y los demás oficiales y soldados quedaron deslumbrados por la cultura y el refinamiento material de al-Andalus [...]. Esta admiración abrió paso, si no a una corrupción de las costumbres, sí al menos a un debilitamiento de la fibra moral. Cada uno de ellos comenzó a anteponer sus propios intereses a los generales y los oficiales perdieron el control de los subordinados. Se produjo una pérdida de cohesión en todo el sistema político. Las dificultades económicas se superpusieron al arrogante comportamiento de la soldadesca beréber hasta crear en sectores del pueblo llano una actitud de oposición (Historia de la España islámica).

Paralelamente a este «debilitamiento», los almorávides iban a tener que sufrir el acoso de dos reinos, Castilla y Aragón, en los que el nuevo fervor religioso predicado por la iglesia romana iba a alentar la idea de guerra contra los que iban a ser llamados «infieles», por encima de las divisiones internas entre cristianos. Una verdadera frontera se estaba creando que separaba dos sociedades que iban a verse como opuestas y dos religiones que se considerarían enemigas. Los éxitos de Alfonso I de Aragón, del que se hablará más tarde, ayudado por la caballería cristiana ultrapirenaica, iban a minar el espíritu guerrero de los almorávides, desprestigiándolos además ante los andalusíes. Por otro lado, las distancias se fueron incrementando entre el poder directo del emir almorávide, con base en el Magreb, y sus gobernadores que, conforme se iban haciendo más esporádicas las visitas del emir iban cobrando mayor autonomía y ansia de poder personal. Así no dudaron algunos en imponer tributos especiales que resultaron muy impopulares. En algunos casos tuvieron que hacer frente a verdaderas insurrecciones, como la de Córdoba de 1121, estando presente en al-Andalus el emir ‘Alî (1106-1143). Dato curioso y buena muestra de la separación entre el poder central del emir y sus delegados locales, tras consultar con los alfaquíes, el emir ‘Alî resolvió la insurrección en beneficio de los cordobeses y no de su gobernador. Este debilitamiento del poder central almorávide fue pronto una realidad en lo militar, cuando se tuvo que reducir considerablemente la presencia de tropas en al-Andalus para hacer frente, en el Magreb, no sólo a insurrecciones locales sino también a la pujanza de los almohades. Sin fuerza moral, ni política ni militar la autoridad almorávide se desmoronó en al-Andalus dando paso a una nueva fase de reinos autónomos, los «segundos reinos de taifas».

            En un primer tiempo, le costó a Castilla remontarse después de la debacle de Uclés (1108) en la que perdiera su heredero. Al poco, moría Alfonso VI (1109), dejando el reino entre las manos de su hija, la reina Urraca (1109-1126), viuda de Raimundo de Borgoña, quien supo mantener los límites de la frontera meridional de sus reinos, a pesar del acoso de los almorávides. Esta defensa fue esencialmente la obra de las tropas villanas o milicias concejiles. En lo político, Urraca tuvo que hacer frente al fracaso de su unión en segundas nupcias con el rey de Aragón, Alfonso I [5] , del que se hablará a continuación, y a sus consecuencias políticas, como las insurrecciones del noroeste del reino (Galicia…). Añadamos a estas dificultades el hecho de que el condado de Portugal, que había sido donado por Alfonso VI para dotar a su hija natural, Teresa, estaba ya, tras la muerte de Alfonso VI, a punto de independizarse, pues el conde, esposo de Teresa, Enrique de Borgoña (Henri de Châlon, m. en 1114), no reconoció el señorío de Urraca. Pero la independencia no llegará sino con su hijo, Alfonso I Enríquez (1114-1139), quien, al llegar a la mayoría en 1128, apartó del poder a su madre, Teresa —que había concertado la dependencia feudal de Portugal con Alfonso VII—, con la idea de realizar el sueño de independencia de su padre. A pesar de ese deseo aún tendrá que declararse vasallo del rey de Castilla, Alfonso VII, hasta que éste, en los acuerdos de Tuy, reconozca la independencia del condado portugués. De la independencia se pasó a la proclamación de la monarquía lusa tras la batalla de Ourique (1138 o 1139), victoria de Alfonso Enríquez sobre los almorávides, constituyéndose así un reino que Alfonso VII no reconoció oficialmente hasta 1143.

Este monarca castellano, Alfonso VII (1126-1157), hijo de la reina Urraca y de Raimundo de Borgoña, había conseguido dar un vuelco a la delicada situación que conociera Castilla en tiempos de Urraca. También es cierto que el inicio de su reinado coincidió con el del declive de la dominación almorávide en al-Andalus. Así pues fueron numerosas sus campañas, consiguiendo llegar muy lejos dentro de al-Andalus (por ejemplo hasta Córdoba y Cádiz, en la campaña de 1133), aunque, en la mayoría de los casos, de forma efímera, como es el caso de la región de Cuenca y de la Mancha (llegando incluso hasta la región de Jaén). Sin embargo se consolidó y afianzó ya de forma definitiva la presencia castellana al sur de Toledo, tomando las zonas de la actual provincia de Ciudad Real. Estas conquistas fueron inmediatamente seguidas de una política a ultranzas de asentamiento y poblamiento castellano, sentando las bases de lo que se estaba convirtiendo ya en Castilla la Nueva, un amplio arco de círculo en torno a Toledo (campiña del Henares, valle medio del Tajo, Alcarria…). Alfonso VII que, a raíz de sus victorias iba a ser llamado imperator, tras su coronación como emperador en León en 1135 (Alfonso I de Aragón había renunciado al título después de las paces de Támara de 1127), llegó hasta Zaragoza, tras el vacío dejado por la muerte en 1134 de Alfonso de Aragón.

Aragón

Como ya se ha dicho, al morir sin descendencia el rey de Aragón Pedro I, le sucede su hermanastro el infante Alfonso, de origen champanés por parte de su madre (Félicie de Roucy), que será conocido como Alfonso I «el Batallador» (1104-1134), presunto vencedor de veintinueve batallas, y que fue uno de los monarcas que mayor extensión territorial darían al joven reino de Aragón, así como una organización política directamente encaminada hacia la conquista militar y el «espíritu de cruzada», de la mano de las órdenes militares, de dentro como de fuera, como ocurrirá también en la Castilla de Alfonso VIII. Al iniciarse el siglo xii, la situación de Aragón, al igual que la de los demás estados cristianos peninsulares, era delicada a causa de la presión militar ejercida por los almorávides. Pero unos afortunados primeros éxitos militares de Alfonso (llegó incluso a dar muerte a al-Mustain, rey de Zaragoza, en la batalla de Vatierra de 1110 [6] , amén de la toma de Belchite o Morella) dotaron al joven monarca de una aureola de prestigio en toda Europa, y particularmente en ese reino de Francia donde el Batallador contaba parientes y aliados, que le resultaría muy beneficiosa a la hora de solicitar ayudas de la Cristiandad para la realización de la llamada «Cruzada de España», fraguada en Toulouse en 1118 por prelados franceses y aragoneses y promulgada por el papa Gelasio II. Esta internacionalización de la lucha contra los almorávides fue decisiva para la realización del viejo sueño de expansión territorial de los aragoneses: la conquista de la taifa de Zaragoza, en la cual intervino la flor de la caballería occitana. La ayuda logística de capitanes ultrapirenaicos como los condes gascones Gaston de Béarn y Centule de Bigorre, conocedores de las nuevas técnicas militares de asalto y asedio, permitieron una eficaz planificación de la toma de la ciudad de Zaragoza que se concluyó el 18 de diciembre de 1118. Con la caída de la capital, el conjunto del reino hudí iba a desmoronarse en poco tiempo. Ciudades como Tarazona (1119), Tudela (1119), Borja (1119), Soria (1120), Calatayud (1120), Medinaceli (1124)… van cayendo, cuando no se someten pacíficamente, entre 1119 y 1125, consolidando la progresión de Alfonso hacia el sur; una progresión que no pudo frenar el poderoso ejército enviado por el gobernador de Sevilla, al encuentro del cual fue Alfonso con algunos famosos caballeros como Guillaume IX, duque de Aquitania, venciendo en la batalla de Cutanda de 1120. Esta victoria militar sobre los almorávides iba a tener grandes consecuencias. Puso de relieve la escisión entre la población musulmana y la elite militar almorávide que iba a ser uno de los elementos desestabilizadores del nuevo poder en al-Andalus. No tardarían, efectivamente, en llegar motines populares contra la autoridad de los almorávides, como el ya mencionado de Córdoba de 1121, e incluso se iniciaron negociaciones con Castilla para destituir del poder andalusí a los norteafricanos. Qué duda cabe de que este clima de tensiones internas en al-Andalus y de resquebrajamiento de la autoridad de los almorávides fue muy propicio para las campañas de los reyes cristianos por tierras andaluzas. Este movimiento de incursiones militares sin verdadera conquista —que retomaría luego Alfonso VII en los años 1133, 1136 y 1138— lo inició Alfonso el Batallador quien, en 1125, alentado por sus éxitos, planeó una gran campaña por Andalucía, supuestamente en respuesta a la llamada de las poblaciones mozárabes de al-Andalus, en vez de orientarse hacia la conquista de la región de Lérida en la cual los condes catalanes habían centrado sus esperanzas. Alfonso de Aragón y sus ejércitos corrieron las tierras de Levante y de Murcia, llegando hasta las puertas de Granada y la playa de Motril. Dicha expedición se asemejó a una especie de demostración de fuerza caballeresca: de su correría por el sur el Batallador regresó orgulloso si bien sin tierras, sí al menos con miles de mozárabes (10000 según algunos historiadores) con los que iba a poblar las tierras del valle del Ebro que acababa de incorporar a su reino.

Efectivamente, Alfonso trató de afianzar la rápida conquista del vasto reino musulmán de Zaragoza —la antigua marca superior — con una apoyada política de repoblación y de regulación de las relaciones entre las comunidades (musulmana, judía y cristiana) con el fin de evitar levantamientos y éxodos hacia los reinos musulmanes vecinos, concretamente la tierra de Lérida, aún en manos de los almorávides. Así, en un principio, se dio a los vencidos la seguridad de poder permanecer en sus domicilios y de practicar su religión, aunque, con el paso del tiempo y la colonización, se les fueron asignando nuevos domicilios, lejos de los núcleos urbanos donde se constituyeron las primeras «morerías» o aljamas aragonesas [7] . Los colonos cristianos venían de Navarra, Rioja y Aragón a los que se sumaron después de la expedición de 1125 los mozárabes. Poblaron éstos el valle del Ebro, la región de Soria y aún, por tierras castellanas, se fueron instalando Duero abajo. A estas formas tradicionales de repoblación hay que añadir una nueva que iba a tener repercusiones importantes en la fase final de la reconquista, llevada a cabo esencialmente por los castellanos. Nos referimos a la costumbre de donar tierras a las órdenes militares que participaban en las campañas con el fin de que éstas y no ya la corona gestionasen la colonización y explotación económica. Se fueron constituyendo así importantes feudos entre las manos de las grandes órdenes militares de Oriente (Templarios, Hospitalarios y del Santo Sepulcro) y de las nuevas órdenes «locales», creadas por Alfonso para evitar la fuga hacia oriente de los ingresos económicos: la cofradía militar de Belchite (1122) y la de Monreal del Campo (1128), amén de las de Zaragoza y Uncastillo. También fueron importantes las donaciones reales a todos aquellos caballeros ultrapirenaicos, concretamente occitanos, que habían participado en la importante conquista de Zaragoza. Estos asentamientos provocaron por un lado una concentración del poder de las ciudades, en los dominios reales, apoyado en la atribución de fueros específicos, y, por otro lado, la constitución de una nobleza militar terrateniente con vastos dominios rurales.

La última campaña militar de Alfonso el Batallador tenía como objetivo la toma de la región de Lérida, viendo además que los condes catalanes no se decidían a lanzar una ofensiva sobre esas ricas tierras. Hacia 1132 Alfonso ha llegado ya a la orilla izquierda del río Segre con el propósito de poner sitio a Fraga. Fue éste uno de los mayores fracasos del Batallador, en el asalto de la ciudad (julio 1134) murieron muchos aragoneses y el mismo monarca, gravemente herido, estuvo a punto de perder la vida. Moriría dos meses después, ratificando ese testamento que tanto iba a perjudicar al reino de Aragón: Alfonso legaba todos sus dominios a las tres órdenes militares de oriente, el Temple, el Hospital y el Santo Sepulcro.

Cataluña

Tras la llegada de los almorávides, el principado catalán parecía correr un gran peligro que el papa no pasó por alto. Así en 1089 insta a los condes catalanes que lleven a cabo la conquista de Tarragona y la restauración de su diócesis. Será éste, junto a la cruzada mediterránea por las Baleares (en las que participaron también occitanos, genoveses y pisanos, 1114-1115), uno de los primeros objetivos del conde de Barcelona Ramón Berenguer III (1097-1131), aunque algo retardado por los conflictos ultrapirenaicos que enfrentaron al conde catalán con el conde de Toulouse [8] . Una vez afirmada la hegemonía de la casa de Barcelona sobre los demás condes del principado (que tendrá su aplicación concreta en la adopción de los Usatges, nuevo código jurídico que plasma el poder prácticamente regio del conde de Barcelona), con, en particular, la incorporación del condado de Besalú (1111) y la Cerdaña (1117), Ramón Berenguer III puede lanzar una ofensiva hacia el sur y entra en Tarragona en 1118. Acto seguido encomienda al obispo Olegario de Barcelona la colonización de la nueva diócesis que iba a disfrutar para ello de disposiciones fiscales atractivas. Reforzó la presencia militar en la frontera favoreciendo, al igual que su vecino el rey de Aragón Alfonso el Batallador, la instalación de los Hospitalarios (1109) y, más tarde, de los Templarios (1123). Sin embargo la amenaza almorávide seguía siendo una realidad sin el control de la desembocadura del Ebro. Será éste el objetivo prioritario, junto con la conquista de Lérida y Fraga del nuevo conde, Ramón Berenguer IV quien, además, dará una nueva configuración política al principado al convertirse en 1137 en gobernador de Aragón «como si fuera el rey», constituyendo la nueva entidad política que va a llamarse Corona de Aragón.

8. De los nuevos reinos de taifas a la invasión almohade (1140-1212)

Estas conquistas de los reinos cristianos iban a cobrar un nuevo aliento con el hundimiento del régimen de los almorávides que dio lugar, hacia 1140, a una segunda etapa de reinos de taifas más desmembrados e inestables aún que los de la primera etapa. En numerosas ocasiones, los caudillos locales aceptarán convertirse en tributarios de los reyes cristianos a cambio de la paz y aun de la protección frente a los otros caudillos y, más tarde, los almohades. En esta situación se encontrarán hasta aquellos con mayor ímpetu guerrero, como Ibn Sa’d ibn Mardanis, más conocido como «el Rey Lobo» (m. en Murcia en 1172) quien, a partir de sus dominios de Valencia, extendió su influencia por buena parte de la franja oriental de la península, hasta que fue derrotado por los almohades.

Durante los segundos reinos de taifas, se produjeron importantes avances cristianos. El nuevo rey de Portugal consiguió tomar Lisboa en 1147, con la ayuda de los cruzados. Alfonso VII, tras incorporar las zonas de Coria (1142) y Calatrava (1146), seguiría con sus campañas devastadoras, como la que lo llevó hasta Almería, campaña en la que participaron, junto a los castellanos, soldados catalanes y naves genovesas. La nueva fragmentación política de al-Andalus, contemporánea, además, de la incorporación de nuevas técnicas de guerra, debió de ir forjando una idea nueva que empezaban a tener los soberanos cristianos de su eventual superioridad militar. Tanto es así que, por vez primera, surgen acuerdos entre reyes cristianos tendientes a organizar el eventual reparto de las zonas conquistadas. Tal es el caso del tratado de Tudillén (1151) firmado por Alfonso VII de Castilla y el nuevo soberano de la Corona de Aragón, Ramón Berenguer IV. Para evitar rivalidades entre ellos de que se podrían aprovechar sus adversarios, se decide que la zona costera de Levante iría a la Corona de Aragón mientras que el interior meridional sería para Castilla [9] . Consumada ya desde 1143 la total y absoluta independencia de Portugal, son pues, a partir de Tudillén, tres las potencias peninsulares dispuestas a actuar concertadamente para el desmantelamiento de los reinos peninsulares musulmanes, Portugal por el oeste, Castilla por el centro y el reino catalano-aragonés por el este. Este contexto nuevo tiene una importancia capital pues significa que, de alguna manera, para los soberanos de los reinos citados, la desaparición de al-Andalus es, de ahora en adelante, una posibilidad efectiva y no sólo un sueño alimentado por el fervor de los voceros de la cruzada. Evidentemente, estas circunstancias iban a dar un vuelco a las relaciones entres cristianos y musulmanes en ambos bandos, tanto en los reinos musulmanes (donde seguía habiendo una minoría de cristianos) como en los nuevos dominios de los reinos cristianos que aún contaban con una mayoría de musulmanes, los llamados mudéjares [10] .

Pero dichos proyectos de conquista y reparto de territorios previstos por los soberanos de las dos principales potencias de la península —Castilla y Aragón — iban a quedar postergados por la muerte de Alfonso VII, en 1157. La unión política entre León y Castilla quedó nuevamente deshecha por la división entre los hermanos Sancho III, rey de Castilla (1157-1158), y Fernando II, rey de León (1157-1188). Pero el problema mayor vino de la temprana desaparición de Sancho III la cual dejó a Castilla con una regencia de doce años, hasta la mayoría de edad de Alfonso VIII (1158-1214), declarada sólo en 1170. Este período estuvo marcado por la violencia nobiliaria, caracterizada por las luchas entre los grandes linajes influyentes, como las que protagonizaron los Castro y los Lara, una situación que no sólo supuso un freno en la política expansionista hacia el sur sino que fue aprovechada por los reinos vecinos. Sancho VI el Sabio (1150-1194), rey de una Navarra que, a la muerte de Alfonso el Batallador, había recobrado su total independencia, con la proclamación de García Ramírez (1134-1150) — descendiente de una línea bastarda del rey Sancho de Peñalén ( 1076) —, se aprovechó de la coyuntura para hacerse con algunas villas fronterizas que estaban bajo dominio castellano, como Logroño o Briviesca. El rey leonés, por su lado, vio en la minoría de edad de Alfonso VIII, la posibilidad de ser él el artífice de su progresión territorial hacia el sur. Así, hacia 1166, entraban los leoneses en Yeltes (prov. Salamanca)  y en Alcántara (prov. Cáceres).

Los primeros años del reinado personal de Alfonso VIII (mayor de edad a partir de 1170) devolvieron a los castellanos las esperanzas alimentadas por los éxitos de Alfonso VII. Alfonso VIII pareció comprender que la confianza vendría de los éxitos militares y, muy pronto, lanzó una campaña, primero contra Navarra (en colaboración política con el rey de Aragón, Alfonso II) y luego hacia el sureste, entrando victorioso en Cuenca en 1177. Para este Alfonso de Castilla, el Alfonso de Aragón, «el Batallador» debió de aparecer como un modelo, y tal vez con ánimo de remedarlo y, con toda probabilidad, consciente de la eficacia del sistema lanzado por el aragonés, decidió Alfonso VIII apoyarse en las órdenes militares hispanas: la castellana de Calatrava [11] (1164), las leonesas de San Julián del Pereiro o Alcántara [12] (1156-1177) y la de Santiago [13] (1170), a la par que se creaba en Portugal la orden de …vora (1176, llamada luego de Avis). Contrariamente al efímero proyecto del Batallador, en Castilla las órdenes militares locales conocieron un desarrollo extraordinario entre la vieja nobleza castellana y tuvieron un papel fundamental en la penúltima fase de la reconquista (Meseta sur y norte de Andalucía), siendo uno de los mayores vectores de asentamiento a través de sus extendidísimas encomiendas. Pero los éxitos de Alfonso VIII se hicieron patentes asimismo con los demás reinos cristianos y, concretamente, con el de Navarra: recuperación de Logroño (1177), incorporación de Guipúzcoa y buena parte de įlava (1200), así como el ducado de Gascuña (gracias a su esposa Leonor, hija del rey de Inglaterra Enrique II Plantagent). Mucho más difíciles resultaron las relaciones con el muy vecino reino de León, como si éste hubiera sido consciente de la amenaza que representaba Castilla para su supervivencia y no aceptase, por lo tanto, la menor concesión. El hecho es que ni siquiera las estrategias matrimoniales que volvían a emparentar a ambos monarcas consiguieron crear nuevos lazos políticos: en efecto, el rey de León Alfonso IX (1188-1230) casó con la hija de Alfonso VIII, Berenguela —quien fuera luego madre de Fernando III—  pero dicho enlace fue pronto anulado por el papa a causa de la consanguinidad entre ambos. Las divisiones entre portugueses, leoneses y castellanos volvió altamente vulnerable la franja occidental y los territorios conquistados en tiempos de Alfonso VII y ello cuanto más que esos reinos tenían que hacer frente a una fuerza musulmana nueva.

Efectivamente, el avance de los reinos cristianos por los debilitados reinos de taifas quedó momentáneamente interrumpido por la llegada de una fuerza política y militar que, como en tiempos de la llegada de los almorávides, volvió a dar cohesión a al-Andalus. Queremos hablar de los almohades [14] quienes llegaron a la península en 1146, procedentes del norte de įfrica donde entendían crear un imperio que se sustituyese al de los almorávides. La persecución de dicho combate los conducía, lógicamente, hacia al-Andalus. Sin embargo, eran bastantes los aspectos que unían los almohades a los primeros almorávides, tanto en lo religioso como en lo militar y político (con la salvedad del malikismo del cual los almohades se hallaban desvinculados): la defensa incluso armada de la ortodoxia religiosa que implicaba la lucha contra todo desviacionismo en el seno mismo del Islam, la consideración de que al-Andalus era parte integrante del Magreb y un radicalismo a través de la fe que iba a provocar importantes movimientos migratorios en al-Andalus de las minorías no musulmanas (cristianos y judíos) pero también de algunos sectores de la población musulmana que no compartían las ideas de los almohades y buscaron acogida en algunas zonas de reinos cristianos donde el número de mudéjares era importante.

No tuvieron grandes dificultades los almohades en sustituir al poder de los caciques locales de las taifas aunque ello no significa que la ocupación militar se hiciera sin violencia. Contrariamente a lo que ocurriera con los almorávides, fueron pocas las ciudades andalusíes que llamaron expresamente a los almohades ( Málaga, los Algarves…) y, desde las bases de Tarifa y Algeciras, los almohades fueron lanzando campañas militares de una violencia de la que las crónicas dan cumplida cuenta. La presión militar tuvo que ser además continua pues no faltaron los levantamientos en las ciudades conquistadas de al-Andalus. Buen ejemplo de ello lo tenemos con Sevilla donde encontramos, ya desde 1147, el año de su conquista, una importante insurrección que se fue extendiendo a otras zonas. La agresividad de las campañas de los almohades en al-Andalus estaba, sin embargo, condicionada por la situación en el Magreb. Hasta mediados de siglo la situación in situ no fue lo suficientemente clara como para constituir importantes bases de operaciones militares al otro lado del estrecho de Gibraltar. Así pues, fue sólo en 1154 cuando entraron en Granada los almohades. Jaén no cayó hasta 1169 gracias a su alianza con ibn Mardanis, el Rey Lobo quien, desde su importante reino levantino (que iba del sur del Ebro hasta Murcia), encarnaba una opción política genuinamente andalusí, la de pactar con los reinos cristianos para asegurar su independencia frente a éstos pero también frente al poder norteafricano. La desaparición de su reino, con la muerte del Rey Lobo, en 1172, sería como el final simbólico de esa opción andalusí.

Una vez terminada la conquista de los reinos de taifas, los almohades se enfrentaron a los cristianos quienes experimentaron grandes dificultades para contener la fuerza militar de estos nuevos adversarios, sobre todo en la parte occidental de la península. Ni el poder señorial ni el concejil de las ciudades pudo contener la ofensiva almohade, lo cual evidenció la necesidad de desarrollar la presencia en la frontera de las órdenes militares (primero templarios y hospitalarios y luego las ya citadas órdenes hispanas) que fueron la única institución susceptible de defender la frontera gracias a su profesionalidad militar y a su dedicación exclusiva a dicha empresa. Pero la presión almohade iba a ser también decisiva en el desarrollo de las milicias concejiles, la llamada «caballería villana» (de caballeros no nobles) cuya importancia es una de las características de la Castilla medieval con relación a los demás estados de Europa.

Además de guerreros temibles, los almohades, una vez instalados en el poder, hicieron gala de sus dotes diplomáticas y supieron sacar un gran provecho de las divisiones internas entre los reinos cristianos. En la segunda mitad del siglo xii se reproduce la situación de los siglos x y xi en la que cristianos y musulmanes van ora a enfrentarse ora a colaborar frente a otros en función de acuerdos y pactos de intereses siempre efímeros. Así, en 1170, los almohades se unieron a los leoneses contra los portugueses quienes habían ocupado Badajoz. Ello permitió que León se hiciera provisionalmente con Cáceres (volvería a ser tomada por los almohades en 1174), circunstancias en las que iba a nacer, como ya se ha dicho, la futura orden de Santiago. De lo efímero de estas uniones da cuenta el hecho de que inmediatamente se reanudaran las hostilidades entre almohades y leoneses quienes pretendían llegar hasta Badajoz o, unos años más tarde, en 1176, el hecho de que León no dudase en unirse a su «casi enemigo», el vecino reino de Castilla, para saquear tierras de al-Andalus o para dejar la vía libre a Alfonso VIII en la mencionada conquista de Cuenca (1177), colaboración castellano-leonesa que se mantuvo hasta 1181, con las incursiones castellanas en territorio andalusí, tras lo cual surgieron nuevos conflictos fronterizos entre León y Castilla. Pero Alfonso VIII tendría además que hacer frente a una gran coalición contra él, a partir de 1190, de los estados cristianos orientales, Navarra y Aragón. El aislamiento de Castilla sería total cuando, en 1191, los reyes de Aragón, León y Portugal se entrevistan en Huesca para atacar conjuntamente a Alfonso VIII. Los almohades supieron aprovecharse de este contexto e infligieron a las tropas castellanas su mayor derrota en la batalla de Alarcos (1195), al sur de Toledo. El revés sufrido por Alfonso VIII fue tal que la historiografía posterior iba a crear una leyenda en torno a la idea de un castigo divino impuesto al monarca a causa de sus relaciones amorosas ilícitas con una judía de Toledo que se habrían mantenido durante siete años [15] . El hecho es que Alfonso VIII se vio obligado a pactar con los almohades quienes sometieron la región de Toledo a una presión continua. El Tajo se convirtió en una frontera natural que los almohades parecieron aceptar en primera instancia, aunque no desaprovecharon ocasiones, incluso confabulados con los leoneses para hacer presión al norte del Tajo, por ejemplo en la zona de Madrid, en una campaña conjunta con los leoneses (1197). Pero esas campañas fueron asimismo el inicio del aislamiento que iba a padecer esta vez el reino de León: ese mismo año se fragua una alianza anti-leonesa entre Castilla, Aragón y Portugal. La actitud de Alfonso IX de León lo conduciría hasta la excomunión  por el papa Inocencio III, en 1202, quien pronunciaría un interdicto sobre el reino de León.

En este contexto, el del importante pontificado de Inocencio III, quien iba a promulgar la cruzada contra los albigenses  (1207), la cristiandad reacciona supra-nacionalmente frente a la presión almohade que había llegado a alertar al rey de Castilla, después de la toma del Castillo de Salvatierra y al de Aragón después del ataque marítimo de Barcelona (1209). Ya en 1209 empieza a tomar forma la idea de una cruzada en España contra los almohades (bula de Inocencio III a Rodrigo Jiménez de Rada). Los diferentes reinos cristianos peninsulares, con la excepción de León, mantenido al margen a raíz de la excomunión de Alfonso IX [16] , deciden unirse y acoger en su seno buen número de caballeros ultrapirenaicos alentados por la bula de la cruzada, para preparar una gran ofensiva contra el ejército almohade. El encuentro entre los ejércitos tiene lugar en Las Navas de Tolosa (1212), un lugar al sur de Alarcos que será para el rey castellano la revancha de la derrota de 1195. La victoria de los ejércitos cristianos supuso la ruina definitiva del poder almohade. El califa almohade al-Nâsir fue asesinado en 1213, tras lo cual al-Andalus tuvo que hacer frente a unas intensas pugnas de sucesión en el imperio almohade que dejaron la vía abierta para proclamaciones políticas de todo tipo. Así, la doctrina almohade quedó abolida en 1223, dando lugar a unas «terceras taifas» que serían las últimas de al-Andalus.

La sucesión de Alfonso VIII (m. en 1214) pudo parecer conflictiva tras la pronta muerte de su hijo Enrique I que reinó sólo 3 años (1214-1217) pues murió accidentalmente tras recibir un golpe en la cabeza jugando con un niño. Los acontecimientos siguientes iban a ser decisivos para el futuro de los intereses de León y Castilla. Berenguela, hermana del difunto rey Enrique I, y, sobre todo, que había sido esposa del rey de León, Alfonso IX, abdicó en favor de su hijo Fernando. Así accede al trono de Castilla Fernando III, coronado en Valladolid en 1217 en un acto con un cariz fuertemente popular. Pero el hecho histórico verdaderamente significativo llegaría en 1230 cuando, al morir Alfonso IX, sus hijas —y hermanastras de Fernando III —, Sancha y Dulce, decidieron trasmitir sus derechos sucesorios a Fernando III que pasaba a ser rey de Castilla y León. Esta unión iba a ser definitiva y decisiva puesto que daba al reino nuevamente reunido una fuerza suficiente para imponerse ante sus vecinos inmediatos, Portugal y Aragón, a la par que le garantizaba una hegemonía militar que iba a acabar muy pronto con lo que quedaba de al-Andalus.

La Corona de Aragón (reino catalano-aragonés, a partir de 1137)

El testamento de Alfonso I «el Batallador», muerto en 1134 — tras la terrible derrota aragonesa en el asedio de Fraga — que dejaba todos sus dominios a las órdenes militares de oriente, había sumido el reino de Aragón en una profunda crisis: los nobles navarros se aprovecharon de la situación para nombrar a uno de ellos, García Ramírez «el Restaurador» ( 1150), como rey independiente. Había que encontrar rápidamente un sucesor (Alfonso había muerto sin descendencia) y todas las miradas se dirigieron hacia el infante Ramiro, hermano de Alfonso. Pero el que iba a ser Ramiro II de Aragón (1134-1157) había abrazado la carrera eclesiástica, siendo en aquel momento obispo electo de Barbastro. Su elección hubo de apartarlo de la Iglesia no sólo para reinar sino también para poder contraer matrimonio y asegurarle así una descendencia al reino de Aragón. Habida cuenta de las difíciles relaciones políticas con los reinos de Navarra y de Castilla, los aragoneses tuvieron tendencia, a partir de 1135 — cuando fue proclamado emperador Alfonso VII — a buscar alianzas más bien entre sus vecinos septentrionales y orientales. Así, por ejemplo, Ramiro II fue a buscar refugio en el condado catalán de Besalú ante el acoso de navarros y castellanos. De igual modo, casó Ramiro «el Monje» con Inés de Poitou, la hermana del poderoso duque Guillaume X de Aquitania. En 1136 nacía así la infanta Petronila. Al año siguiente, esa niña de un año era oficialmente prometida al conde de Barcelona, Ramón Berenguer IV (que tenía entonces 23 años). Ramiro II necesitaba tener la seguridad de contar con un aliado como el conde catalán y esperar más tiempo era correr el riesgo de que Ramón Berenguer buscase otra alianza matrimonial. Para que éste quedase atraído por dicho matrimonio (que no sería efectivo hasta la edad núbil de Petronila, en 1150, cuando cumplió 14 años) Ramiro tuvo la gran idea de proponer al conde la transmisión de la potestas regia. En otras palabras, Ramiro seguía ostentando el título de rey de Aragón hasta su muerte, pero el rey efectivo, el que gobernaba el reino en la práctica era el conde de Barcelona [17] que pasaría a ostentar el título de príncipe de Aragón. La unión con Cataluña daba a Aragón no sólo una fuerza militar y política nueva e inesperada; también brindaba al antiguo reino pirenaico esa salida marítima que ni siquiera el Batallador había logrado obtener. Para Ramón Berenguer IV, dicha unión significaba no sólo pasar a controlar un territorio mucho más amplio y por lo tanto la posibilidad de proyectar campañas de expansión territorial hasta el Ebro y Lérida sino también asegurarse de que su descendiente iba a ostentar una dignidad regia que le faltaba a Cataluña y que se iba a poder hacer extensible a todos los condados catalanes que quedarían así políticamente mucho más unidos, pasando de la antigua confederación feudal de condados a formar parte de una corona. Las bases del que iba a ser en los próximos siglos uno de los estados políticamente más modernos del occidente medieval se cimentaban pues con esos, en apariencia, sorprendentes esponsales entre un veinteañero y una cría de un año.

Así, en su nueva doble calidad de conde de Barcelona y príncipe de Aragón, Ramón Berenguer IV se puso al frente de un importante ejército de catalanes, genoveses, occitanos y caballeros de las órdenes militares y se encaminaron hacia el Ebro con la intención de controlar su desembocadura. En 1148 cayó la ciudad de Tortosa y la expedición remontó hacia Lérida y Fraga, que fueron tomadas en octubre de 1149. Los hitos posteriores en la conquista aragonesa serían obra del primer rey catalano-aragonés, Alfonso II «el Casto» (1162-1196) quien iba a extender sus reinos por el sur (Teruel, Albarracín, Gandesa) creando el Bajo Aragón y también por el norte con la Provenza y el Rosellón. El nuevo poder del monarca aragonés era tal que llegó a imponerle parias al mismísimo Rey Lobo. Pero el mayor fruto de la debacle de los almohades, después de Las Navas de Tolosa, lo iba a cosechar el hijo del soberano siguiente (Pedro II), Jaime I, llamado con razón «el Conquistador» pues, en el siglo xiii, iba a dar a la Corona de Aragón lo que ya había quedado pactado con el rey de Castilla: toda la franja de Levante, desde el Ebro hasta Murcia y, además, las Islas Baleares [18] .

9. El desmembramiento de al-Andalus (1212-1252)

            El reinado de Fernando III (1217-1252) supone la mayor expansión territorial del reino de Castilla y León. Aunque inició su campaña contra las taifas andalusíes en 1224, fue su proclamación como rey de León (1230) lo que le dio las alas suficientes para emprender grandes ofensivas gracias al aporte militar de su nuevo reino. La penetración era progresiva por el alto Guadalquivir cuando de pronto, casi de manera inesperada, la división en facciones enfrentadas de los cordobeses, así como la posibilidad de recurrir a los modernos «ingenios» de guerra, propiciaron la entrada en la ciudad de Córdoba de las tropas castellano-leonesas. Los años siguientes estuvieron dedicados a la lenta y progresiva campaña contra Jaén. Esta ciudad no fue tomada hasta 1246, después de una tenaz resistencia. La etapa siguiente era Sevilla que fue tomada de resultas de un largo sitio durante el cual se tuvieron que destruir los puentes para provocar problemas de abastecimiento. El hambre fue superior a las armas y en diciembre de 1248 se abrían las puertas de la ciudad del Guadalquivir. Tras Sevilla, el resto del valle del Guadalquivir fue dándose a Fernando III en pocos meses, quedando sólo la zona del Estrecho por conquistar. Mientras Fernando conquistaba Andalucía su hijo, el príncipe Alfonso, futuro Alfonso X el Sabio, ganaba para Castilla, más con la diplomacia que con las armas, el vasallaje del rey de Murcia ibn Hud, quien, todo sea dicho, había sido ya derrotado por los castellanos en 1231. En 1243, Alfonso pudo así entrar victorioso, con su hermano el infante Manuel (padre del escritor don Juan Manuel), en la ciudad de Murcia. Dicha castellanización feudal de Murcia, pactada con ibn Hud a cambio de un honroso retiro, no fue aceptada por todos y ciudades como Cartagena, Lorca y Mula tuvieron que ser conquistadas militarmente por Alfonso. Sus habitantes fueron expulsados y se pobló de nuevo esas localidades.

Fase última de la Reconquista (siglo 13)

            En pocos años sólo iba pues a quedar de al-Andalus el reino de Granada. ĀCómo pudo mantenerse dicho reino frente al acoso de los castellanos? El hecho es que desde el inicio de la campaña por el Guadalquivir, a partir de 1233, Fernando III contaba con la plena colaboración del soberano nazarí de Granada. Este último había constituido un importante reino que incluía Almería y Málaga y posiblemente era consciente de que su supervivencia pasaba por una política de colaboración con el monarca castellano. Así pues, vemos a las tropas granadinas junto a las de Fernando III en la toma de Córdoba (1236) y en la conquista de Sevilla (1248), a la par que el rey granadino hacía entrega a Castilla del reino de Jaén y se convertía en vasallo de Fernando III en 1246. Como vasallo de Castilla, el reino nazarí resultaba intocable, al menos por el momento.

Por otro lado, al convertirse en el último reino musulmán de la península, Granada iba a enriquecerse con el aporte demográfico del éxodo musulmán de los reinos conquistados. Efectivamente, Fernando III evacuó la población musulmana de las grandes ciudades (no en cambio en el campo) y muchos prefirieron instalarse en Granada antes que cruzar el estrecho de Gibraltar para buscar refugio en el imperio almohade. Tanto de lo mismo ocurrió en las zonas de Levante conquistadas por el rey de Aragón Jaime I: si bien, en un principio, la expansión por la franja levantina se realizó gracias a las capitulaciones, lo cual fue una garantía para las poblaciones autóctonas, muy pronto la política fiscal y demográfica del rey aragonés se hizo insostenible para los musulmanes de Levante y, tras las sublevaciones de los años 1247-1248, buena parte de los mudéjares del recién creado reino de Valencia empezaron a marchar hacia Granada. Esa configuración política y humana de Granada iba a ser su condición de supervivencia durante ese tiempo en el que el afán conquistador de Fernando III y su sucesor Alfonso X (1252-1284) hubiera podido llevarles a lanzar una ofensiva contra el reino nazarí. Pero la invasión de los benimerines en 1275 iba a crear para los nazaríes un nuevo y duradero salvoconducto frente a los cristianos. En los siglos xiv y xv existirá una singular convivencia con Granada, apenas alterada por una serie de escaramuzas que servían más de disuasión política para hacer olvidar por un tiempo la situación de guerra civil endémica que vivía Castilla y enfrentamiento constante con sus grandes vecinos, Portugal y Aragón, potencias con las que serán incesantes los conflictos armados. De hecho, no hubo prácticamente nunca una guerra abierta contra Granada salvo en tiempos de los Reyes Católicos en los que la conquista y destrucción definitiva del reino nazarí iba a convertirse en una de las prioridades políticas de los nuevos monarcas.



[1] . En 909, Ubaydalá, líder del movimiento ismaelí de origen chiíta, llega a Túnez y se proclama califa de la dinastía fundada por él, la fâtimi, en clara insurrección con respecto a la autoridad de Bagdad.

[2] . Mencionemos, al menos, la célebre campaña de 997, que llevó a Almanzor hasta Santiago de Compostela. Su poder militar era tal que pudo ir subiendo por la franja occidental de la península, devastándolo todo a su paso sin que los leoneses pudieran hacer nada para detenerle. Fue así como llegó, pasando por La Coruña, hasta Santiago, donde existía ya la famosa romería para la cual Alfonso III de León había mandado construir una gran basílica. …sta fue completamente arrasada por Almanzor quien, sin embargo, no tocó el sepulcro del apóstol. Se llevó además a Córdoba las puertas de la ciudad para acabar la techumbre de su ampliación de la gran mezquita de su capital, así como las campanas de la basílica.

[3] . El condado leonés de Castilla pasa al dominio Navarro a raíz del matrimonio de doña Mayor, sucesora del conde García Sánchez (asesinado en 1029), con el rey de Navarra Sancho III. El segundogénito de dicho enlace, Fernando (el primogénito era el futuro García III de Navarra), se convierte, con la muerte de su padre, en soberano del territorio castellano pero, al tratarse de un hijo de rey, lo que fuera condado pasa a ser reino. De ahí que Fernando I sea el primer «rey» efectivo de Castilla. Como tal se enfrenta con el rey de León, Bermudo III, a quien derrota en la batalla de Tamarón (1037), perdiendo la vida. Veíase el reino de León sin sucesor directo, lo cual aprovecha Fernando I de Castilla para proclamarse asimismo en 1037 rey de León por estar casado con la hermana de Bermudo, doña Sancha.

[4] . El antiguo condado de Aragón había sido incorporado al reino de Pamplona o Navarra por García Sánchez I (925-970). Algo más tarde, en tiempos de Sancho III el Mayor también llamado Sancho Garcés III (1000-1035), este reino conocería su época de mayor extensión espacial con la incorporación de zonas como Sobrarbe, Ribagorza, įlava, Vizcaya e incluso el condado de Castilla al que iba a dar la posibilidad legal de convertirse en reino (véase nota supra).

[5] . El matrimonio de Urraca con el gran rey aragonés, Alfonso I «el Batallador», celebrado en otoño de 1109, fue decidido por el mismo Alfonso VI y objeto de grandes negociaciones que, a pesar de todo, no pudieron sino fomentar descontentos. …stos vinieron esencialmente del ambiguo estatuto de co-gobierno de los esposos en sus respectivos reinos. No menos arriesgado era el sistema sucesorio previsto: los esposos heredarían mutuamente sus reinos a través del hijo varón que tuviesen juntos. Sólo caso de no haber descendencia entre ellos recuperaría sus derechos sucesorios el hijo del primer matrimonio de Urraca, Alfonso Raimúndez (=hijo de Raimundo). Y así sucedería —Alfonso Raimúndez será Alfonso VII de Castilla y León— puesto que no hubo la menor descendencia entre Urraca y Alfonso sino una incompatibilidad de caracteres que los llevó hasta la anulación del matrimonio en 1114, sofocando así los conflictos políticos generados por dicha unión, sobre todo en Castilla donde se llegó a una situación de semiguerra civil. Sin embargo, a pesar de la anulación matrimonial, el Batallador pretendía seguir gobernando algunos territorios, como Galicia y Toledo, en virtud de los acuerdos de anulación matrimonial. Urraca tuvo que invadir Galicia y, después de su muerte (1126), su hijo, Alfonso VII, no resuelve hasta 1127 («Paces de Támara) con el Batallador la cuestión de los límites territoriales de sus reinos con respecto a las zonas de influencia aragonesa.

[6] . La desaparición del rey de Zaragoza desencadenó las rivalidades políticas en la capital hudí, lo cual propició la entrega de la ciudad a los almorávides, cuando era éste el último reino que les quedaba por controlar. Una vez instalado el nuevo gobernador almorávide de Zaragoza lanzó una infructuosa campaña contra el conde de Barcelona quien lo detuvo en Martorell en 1114. Las divisiones internas de los zaragozanos persistirían en la etapa siguiente, mermando la capacidad ofensiva de los gobernadores almorávides. Sería éste un elemento que contribuiría en alguna medida en la conquista de la ciudad por los «cruzados».

[7] . La situación de los mudéjares o musulmanes de los nuevos territorios conquistados (moriscos serán aquellos mudéjares que se conviertan al cristianismo), irá cambiando en función de las épocas y de los lugares. En un principio tuvieron algo así como el estatuto de dimmí, es decir una protección de las costumbres, prácticas religiosas y aun organización política local a cambio del pago de un tributo. Muchos nobles terratenientes protegieron a los mudéjares por ser una mano de obra cualificada y eficaz en la agricultura y artes mecánicas. Con el paso del tiempo, la actitud de los cristianos hacia ellos fue cambiando: segregación espacial y profesional, prohibición de matrimonios mixtos, anulación de su cultura y costumbres (por ejemplo, alimenticias), obligación de señales externas de identificación… Su número fue decreciendo con el tiempo y la cristianización de los territorios conquistados pero se calcula que, por ejemplo, en Aragón, a finales del siglo xv, el 11% de la población es musulmana y concierne, esencialmente, al ámbito rural. Por lo visto, en Castilla la población mudéjar fue menor que en Aragón y no se destacan conflictos sociales entre las comunidades, contrariamente a lo que ocurrió en algunas zonas de la Corona de Aragón, como el reino de Valencia, donde hubo revueltas mudéjares y su consiguiente éxodo al reino de Granada que, en el siglo xv seguía siendo la única entidad política islámica de la península.

[8] . Ramón Berenguer III incluye, a través de su matrimonio, en sus dominios feudales la Provenza y los vizcondados de Millau, el Gévaudan y Carlat. De ahí que la posesión de Carcasona mostrase un interés estratégico fundamental que se disputaban los condes de Toulouse y de Barcelona. La cuestión, en su vertiente militar no se resolvió hasta 1125

[9] . La prueba de que nos las habemos con una visión geo-política nueva es que dicho pacto será reafirmado, unos años más tarde, en 1179, en el Tratado de Cazorla, entre Alfonso VIII de Castilla y Alfonso II de Aragón, donde de nuevo se estipula cuál será la línea divisoria entre castellanos y aragoneses en los futuros territorios conquistados a los musulmanes.

[10] . Véase la nota 7 .

[11] . Los primeros miembros de la orden de Calatrava fueron los caballeros que defendieron la villa —en la actual prov. de Ciudad Real— en 1158 ante el acoso de los almohades. La villa había sido donada de manera perpetua por Sancho III a la orden del Cister para que sus monjes la defendieran «de los enemigos de Cristo». La milicia, como tal, quedó fundada por Raimundo, abad de Santa María de Fitero en 1164 (el primer Maestre fue don García). Se trata de una orden mixta, de monjes cistercienses y caballeros que debían intentar acomodarse en la medida de lo posible a la Regla.

[12] . La orden de San Julián del Pereiro (acaso del nombre de una ermita en la ribera del Duero, no muy lejos de Salamanca), fue creada por Suero Fernández Barrientos, hacia 1156 —pero aprobada por el sumo pontífice en 1177 a ruego del Prior de la orden don Gómez—, como remedo de la del Temple, y que adoptaría el nombre de la ciudad de Alcántara, en Extremadura, que reconquistó y recibió de Alfonso IX en 1217. En sus inicios fue una orden religioso-militar y sus miembros estaban sometidos a la regla cisterciense. Los monjes caballeros hacían voto de obediencia, pobreza y castidad perpetua y dedicaban su vida a la devoción y a la defensa armada de la fe cristiana.

[13] . El primer nombre de los futuros santiaguistas fue «Congregación de fratres de Cáceres», con la misión de defender Cáceres de todo ataque almohade. En 1171 los frailes se pusieron de acuerdo con el arzobispo de Santiago de Compostela para que la orden se pusiera bajo la protección del apóstol Santiago y en la bula papal de aprobación de la orden, de 1175, ya aparecen como «caballeros de Santiago». La orden fue fundada por don Pedro Fernández, descendiente de los reyes de Navarra por parte de padre y de los condes de Barcelona por parte de madre. Con la pérdida de Cáceres, la orden se trasladó a Castilla, donde fue muy bien recibida por Alfonso VIII, quien hizo entrega a la orden del castillo de Uclés (anteriormente defendido por los Hospitalarios) en 1174.

[14] . El movimiento había sido fundado por Muhammad ibn Tûmart (n. en 1080), natural del anti-Atlas, que tras estudios en Córdoba y en oriente, volvió al Magreb con ánimo de llevar a cabo una profunda renovación espiritual contra los almorávides a los que Tûmart consideraba como herejes por haberse alejado del dogma de la unicidad divina, unicidad en la que se fundamentaba el movimiento de Tûmart como lo indica la denominación de al-muwahhid de donde viene «almohade». La progresión política de los almohades se inició hacia 1123 y en 1128 atacaron Marrakech, la capital almorávide, que no sería tomada hasta 1146.

[15] . El texto de la leyenda aparece en varios documentos posteriores a la segunda mitad del siglo xiii. Uno de ellos es una nota marginal, de principios del siglo xiv, incluida en lo que Menéndez Pidal iba a llamar Primera crónica general, de la cual citamos un fragmento. Alfonso VIII, después de la derrota de Alarcos, reciba una noche la visita de un mensajero de Dios quien le dice: «non ayas miedo que mandadero só de Dios, que me envía a ti, […] et dízete Dios assí que por el peccado que feziste con la judía et dexavas la reyna tu muger por ella, quísotelo Dios calomiar […] et por esso fuste venudo en la batalla de Alarcos, et perdiste y toda tu gente, ca el peccado del rey calomia Dios en el pueblo et quiéretelo aun calomiar en los tus fijos varones, ca todos morrán et non fincará generaión de ninguno dellos». La «profecía» a posteriori alude al problema sucesorio planteado tras la muerte de Alfonso, en 1214: Enrique I de Castilla muere en 1217 sin descendencia y hereda el trono su hermana Berenguela quien abdicará en favor de su hijo Fernando III.

[16] . A pesar de no haber participado en la batalla de Las Navas de Tolosa, el reino de León le sacó el consiguiente provecho a la debacle almohade y recuperó para sí Alcántara (1213), Cáceres (1227), Mérida y Badajoz (1230), éxitos logrados, esencialmente, por las órdenes militares.

[17] . Por lo visto, el matrimonio entre Inés de Poitou y Ramiro II fue meramente circunstancial. Una vez nacida Petronila, Inés volvió a Francia y vivió recluida en la abadía real de Fontevrault, cerca de Chinon. En cuanto a Ramiro, tras dejar entre las manos de Ramón Berenguer IV el gobierno de Aragón, se retiró de nuevo a la vida espiritual en el claustro de San Pedro el Viejo de Huesca.

[18] . Jaime I, contando con el apoyo económico de la poderosa burguesía catalana y, concretamente, barcelonesa, el apoyo político de las cortes y el apoyo religioso del papa, lanzó a partir de 1228 una primera ofensiva por la franja mediterránea que fue, en primera instancia, marítima: en menos de un año quedaba conquistada la isla de Mallorca que fue dividida entre el rey y los nobles que le habían ayudado en la conquista, aunque los últimos puntos de resistencia no fueron sofocados hasta 1232. La isla fue muy rápidamente poblada por catalanes de ahí que se impusiera la lengua catalana para las Baleares. En 1231, se pactó el vasallaje de la isla de Menorca y no fue totalmente conquistada por los catalanes hasta 1287. En cuanto a Ibiza y Formentera, ya habían sido ocupadas desde 1235. Tras la conquista de Mallorca, los aragoneses stricto sensu decidieron volcarse en la conquista del anhelado litoral mediterráneo que, de alguna manera, podía convertirse en la salida marítima del recién constituido bajo Aragón. De ahí que la conquista del litoral levantino se iniciase desde la actual zona de Teruel, en una primera fase (1232-1235) que extendió los límites cristianos hasta Burriana (prov. de Castellón) e iba a quedar incentivada por las decisiones de las Cortes de Monzón (1236) y la bula de cruzada (1237). En pocos meses se fue conquistando la región de Valencia cuya capital cayó el 4 de octubre de 1238. La conquista se prolongaría hasta 1245, cuando los catalano-aragoneses llegarían hasta la ciudad de Jijona, fronteriza con Murcia cuando este antiguo reino musulmán se hallaba ya bajo control castellano. Sería éste el punto de partida de complicadas relaciones fronterizas entre aragoneses y castellanos que se iban a prolongar hasta el siglo xiv, con la parte llamada ultra Sexonam (más allá de Jijona), poblada por catalanes, dentro del territorio murciano.