Cours de M. Heusch

ES2B6M – Civilisation

Université Montpellier III

 

 

Segunda parte : la España islámica

 

 


II. La España islámica

 

1. La expansión del Islam

            Lo primero que debemos entender para comprender la existencia de estados musulmanes en la Península Ibérica durante unos 780 años es que la “conquista” de la península no atañía sólo a esta región como tal, sino que no era más que la consecuencia de una larga política de expansión en torno al Mar Mediterráneo que se había originado desde la creación misma del Estado musulmán e incluso antes de la muerte de Mahoma, el Profeta, en el año 632. Podemos suponer que el ideal de constituir un creciente fértil cuyos brazos saliesen del Oriente Medio, tenía como meta la identificación del Mediterráneo a un nuevo mare nostrum de confesión musulmana. Tal vez ello explique que tras la islamización de la mayor parte de las tribus de la península Arábiga, en tiempos del califa Umar Iero (634-644), la expansión se dirigiera hacia el Mediterráneo, es decir contra los límites meridionales del Imperio Romano de Oriente o Bizancio, conquistando pronto los territorios de Egipto y de Siria, donde iba a ser instalada, concretamente en Damasco, la capital del califato. Estos primeros éxitos conducen a los árabes hacia el este y logran desestabilizar por completo al Imperio Persa: sus dominios iban pronto a quedar ocupados por tropas árabes.

            Muy rápidamente, la expansión por el Mediterráneo a través de las costas africanas se impuso como tercera vía, junto a la del nordeste que atravesaba el antiguo Imperio Persa y la del sureste que iba hacia la India. A pesar de su rapidez, dicha progresión no se realizó de manera regular y paulatina, sino por campañas puntuales que alternaban con episodios de calma durante los cuales las tribus de los conquistadores podían consolidar su nueva presencia en los territorios nuevamente conquistados, cuando no debían detener su avance para resolver conflictos internos.

            Según los historiadores del Islam, este expansionismo que se asocia con el ŷihād o guerra santa se explica más por motivos políticos y económicos que por motivos meramente religiosos. Las conversiones masivas al Islam, ya en tiempos de Mahoma, supusieron para las tribus nómadas de Arabia la necesidad de practicar un expansionismo de subsistencia hacia provincias ricas, como Egipto o Siria, donde se pudieran llevar a cabo razzias y saqueos contra los no-musulmanes. De haber sido guiados por una causa religiosa estas tribus árabes hubieran practicado un proselitismo religioso que hubiese obligado a los pueblos conquistados a adoptar la fe musulmana. Ahora bien, la alternativa “o la espada o el Islam” sólo se presentó ante los pueblos considerados como “enemigos religiosos” del Islam, es decir los idólatras y politeístas. Para los adeptos de las religiones del Libro, es decir los judíos y los cristianos y cualquier otro pueblo monoteísta con una tradición escriturística, existía una posibilidad que fue la adoptada con mayor frecuencia en las conquistas. Tenían éstos el estatuto de dimmíes (“personas protegidas”), un grupo con autonomía interna, dentro de la comunidad nuevamente islamizada, bajo la protección de los musulmanes a los que, por esa razón, los dimmíes les debían pagar un tributo. Por lo tanto, se les alentaba a mantenerse en sus creencias pues la conversión hubiera implicado la imposibilidad de exigirles un tributo (los musulmanes estaban eximidos de dicho tributo) lo cual suponía una evidente pérdida de ingresos. Generalmente, se llegó incluso a respetar el gobierno local de los dimmíes anterior a la llegada de los musulmanes y su jefe –por ejemplo el obispo– era el encargado de recaudar los impuestos para los musulmanes y de velar por la paz y el orden dentro de la comunidad.

En cuanto a otros aspectos económicos, el sistema que se impuso fue menos el de confiscar las tierras conquistadas cuanto el de dejar que las cultivasen sus antiguos propietarios y exigirles, en cambio, rentas y tributos por razón de conquista. Si los antiguos propietarios habían huido, esas tierras podían ser distribuidas entre los musulmanes por el gobernador musulmán de la provincia. De esta forma fue como muchas familias de musulmanes se asentaron como terratenientes en las zonas conquistadas y, al parecer, esta circunstancia se dio con mucha frecuencia en al-Andalus donde, por lo visto, el cultivo excedía ya la práctica tributaria a mediados del siglo viii.

Este procedimiento permitió el avance rápido de los árabes por el Norte de África pues supuso que dispusieran de un ejército siempre dispuesto e indirectamente “financiado” por las conquistas anteriores. Efectivamente, el botín y las rentas se repartían entre los miembros del ejército y aquellos que mantenían el nuevo orden en las zonas ya conquistadas. Era por lo tanto una singular síntesis entre una mera conquista militar y una colonización cuya consecuencia fue siempre la necesidad de seguir avanzando, de continuar con expediciones que no entrañasen demasiado peligro y pudieran resultar lucrativas: no se trataba por lo tanto de campañas largamente planeadas sino de expediciones puntuales que podían implicar en función de las circunstancias y de la resistencia encontrada mayor o menor avance en la conquista. Eso explica el carácter “a saltos” de dicha conquista.

            Las principales fases de la expansión árabe por el Mediterráneo fueron estas: desde Siria se emprendió una expedición marítima hacia el suroeste que culminó pronto con la conquista de Egipto y algunos años más tarde, en 670, los árabes consiguieron fundar la ciudad de Qayrawān (Cairouan, en la actual Túnez) pero tuvieron que hacer frente, en dicha región, por un lado a la hostilidad de las tribus beréberes y, por el otro, a la presencia de los bizantinos que ocupaban, en aquel entonces, la región de Cartago. A finales del siglo vii se hizo patente el dominio árabe sobre unos y otros: las principales tribus de beréberes de la zona fueron sometidas y se convirtieron al Islam; en el año 698 los bizantinos fueron expulsados de Cartago. Así pues, hacia 700 se inician campañas para la conquista de las actuales Argelia y Marruecos. El nombramiento de Mūsà ibn Nuşayr, hacia 708, como gobernador independiente de Ifrīqiya (la nueva provincia del norte de África, con capital en Qayrawān, que pasaba a depender directamente del califa de Damasco) dio un impulso nuevo al avance hacia el Atlántico. Sin embargo, habida cuenta de que, como ya se ha dicho, esta política de conquista se debía esencialmente a motivos económicos, podemos suponer que ibn Nuşayr no vio intereses suficientes en una progresión hacia zonas menos prósperas económicamente como el sur o el suroeste. Circulaban, por el contrario, en aquella época, rumores sobre las extraordinarias riquezas de la España de los visigodos, con lo cual se fue forjando la idea de que, caso de presentarse una ocasión favorable, resultaría interesante lanzar una expedición del otro lado del estrecho de Gibraltar. Dicha ocasión se produjo al iniciarse el segundo decenio del siglo viii, a raíz de la situación de profunda crisis política, social y económica que atravesaba la España visigoda.

 

 

2. La llegada de los musulmanes al reino visigodo

 

            Algunos historiadores piensan que la conquista musulmana de España se hubiera producido de todas maneras, aunque el reino visigodo no hubiera conocido esa situación de crisis fundamental en sus estructuras y su funcionamiento, pues las primeras expediciones arabo-beréberes de tanteo habían dado resultados tan positivos que la decisión ya estaba tomada. Pero, qué duda cabe que esa invasión hubiera resultado más difícil, laboriosa y, por lo tanto, larga. Efectivamente, sorprende la rapidez con la que pudo desaparecer por completo, en unos cuatro años, un sistema político que había estado dirigiendo el conjunto de la península durante varios siglos. Este aspecto es no sólo sorprendente en sí sino que resulta de difícil resolución a causa de las pocas fuentes históricas fiables de que disponemos para los acontecimientos de esos años. Con lo cual nos vemos obligados a formular ciertas hipótesis explicativas.

            La desaparición tan rápida del reino visigodo provocada, además, por la invasión de pueblos no cristianos, iba a marcar las mentes medievales hispánicas. Tanto es así que, no pudiendo hallar una explicación objetiva, se fue constituyendo una leyenda en torno a lo que se iba a llamar la “destruyción de España”. En todas las leyendas se hace responsable al rey Rodrigo de lo que iba a suceder. La Estoria de España recoge la leyenda según la cual el rey Rodrigo abrió los palacios secretos de Toledo, creyendo que encerraban tesoros, y no halló más que un arca con unas inscripciones proféticas:

 

E el rey mandóla abrir e non fallaron en ella sinon un paño en que estavan escriptas letras ladinas que dizién assí, que quando aquellas cerradu-ras fuessen crebantadas e ell arca e el palacio fuessen abiertos e lo que ý yazié fuesse abier[to] que yentes de tal manera como en aquel paño estavan pintadas que entrarién en España e la conqueririén e serién ende señores. El rey, quando aquello oyó, pesó’l mucho porque el palacio fiziera abrir. E fizo cerrar ell arca e el palacio assí como estavan de primero. En aquel palacio estavan pintados omnes de caras e de parescer e de manera e de vestido assí como agora andan los Aláraves e tenién sus cabeças cubiertas de tocas e seyén en cavallos e los vestidos d’ellos eran de muchos colores e tenién en las manos espadas e ballestas e señas alçadas. E el rey e los altos omnes fueron mucho espantados por aquellas pinturas que viran (Esc., y-I-2, fol. 190r-v).

Esta “transgresión” del rey Rodrigo –abrir las arcas secretas– se refiere a veces a los palacios que había construido en Toledo el mismo personaje de la mitología griega Ércules quien habría prohibido que ningún rey abriese nunca las puertas de su palacio so pena de incurrir en su maldición que sería la siguiente: “el día que las puertas fuesen abiertas, que pasarían muchas naçiones de gentes de África e que destruyrían e ganarían toda la tierra de España” (G. Díaz de Games, El Victorial, cap. 5). Pero la transgresión pública de Rodrigo se ve doblada por una transgresión “privada” que aparece ya en las crónicas alfonsíes: el rey se habría enamorado de la joven y hermosa hija del conde don Julián que se estaba criando en la corte. Como lo cuenta la Crónica sarracina, de la primera mitad del siglo xv, desde el momento en que Rodrigo, desde una ventana de palacio, ve jugar con otras mozas a la Cava, que así se llamaba la hija del conde, en paños menores, concibe una pasión tan irreprimible y violenta que había de conducirle hasta la violación. La Cava confiesa todo a su padre y éste, para tomar venganza, volvería a Ceuta y pactaría con los árabes la “destruyçión” de Rodrigo y por lo tanto del reino visigodo. Algunos textos, como la Crónica sarracina que es la que da la versión más pormenorizada y novelesca de la leyenda, llegan hasta ver en la invasión musulmana un castigo divino a causa de los pecados del último rey godo. Pero, para hacer honor a la verdad, hemos de precisar que, ya en el siglo xv, esta explicación era considerada como inaceptable, como lo afirma Díaz de Games, posiblemente hacia 1446: “Esto creedlo vós si quisiéredes, mas yo non lo quiero creer”[1].

 

            ¿Qué explicaciones se barajan entonces? Desde luego, las divisiones internas entre los clanes visigodos fue un factor bastante decisivo y éstas llegaron a un punto álgido con la elección del rey Rodrigo, último rey godo, en 710. Como ya vimos, dicha elección desencadenó una situación de semi guerra civil a raíz de la cual los mismos visigodos iban a ser quienes facilitaran el acceso de las tropas arabo-beréberes. Este hecho quedó agravado por la casi inexistencia de un ejército real. Los ejércitos visigodos estaban bajo la tutela de cada duque y la obligación de acudir a ayudar al rey cuando éste convocaba la hueste se había convertido en algo bastante teórico. Rodrigo, con una autoridad muy degradada y en plena campaña militar contra los vascones y los astures, contaba, pues, con pocos hombres, y menos aún que le fueran totalmente fieles, para hacer frente a los más de diez mil soldados árabes y, sobre todo, beréberes que habían cruzado el Estrecho en las naves del conde don Julián.

            A la desorganización política y militar de la última monarquía visigoda hay que añadir otros fenómenos con un cariz más eminentemente social. La sociedad visigoda era heteróclita y fundamentalmente desigual. Una minoría de nobles godos –duces en las provincias y comites en las ciudades– y de oligarcas hispanorromanos que constituían el grupo de los potentiores se oponía a un pueblo llano de artesanos libres, en las ciudades, y comendati, esclavos o libertos en las zonas rurales que eran las más numerosas. La situación de estos últimos se hizo económicamente insostenible, a finales del siglo vii, a raíz de las malas cosechas y otras catástrofes como la hambruna y las epidemias, de la grave crisis económica y comercial, concretamente con el norte de África, que condujo además a un aumento considerable de la presión fiscal. Esta situación de crisis social se hizo especialmente patente en las ciudades en las que, por otro lado, reinaba un gran descontento por la pérdida de los privilegios de que gozaban en tiempos de los romanos y por la regresión económica a la que eran sometidas merced al poco espíritu mercantil de esa nobleza guerrera germánica que ostentaba el poder. En este sentido cobra especial relevancia la persecución de los judíos que habían quedado inhabilitados económicamente y reducidos a la esclavitud, tras las severísimas leyes de 693 y 694. Todo esto permite comprender que, en muchos casos, determinados sectores sociales y, concretamente, lo más populares, vieran en la llegada de los musulmanes una especie de liberación o que, por lo menos, pensasen que, en cualquier caso su suerte no tenía por qué ser peor. Si a esto le añadimos esa especie de “libertad de culto” del estatuto de los dimmíes, no nos ha de sorprender que para muchos, y sobre todo entre la población judía, la venida de los musulmanes fuese la garantía de un futuro mejor.

Por lo visto, los primeros contactos del conde Julián con los musulmanes –que acababan de instalarse en el norte de África– se remontarían a los años 709 y 710. Se supone que los 27 y 28 de abril de 711, Julián puso sus naves a disposición de un primer ejército de unos siete mil hombres, dirigido por el gobernador de Tánger, el beréber Ţarīq ibn Ziyād (que daría nombre a la “montaña de Ţarīq”, Ŷabal Ţarīq, es decir “Gibraltar”). La fecha de la expedición había sido muy bien elegida pues, en ese preciso momento, el rey Rodrigo se hallaba en el frente norte luchando contra los vascones, lo cual permitió a los musulmanes crear una base de operaciones en la futura Algeciras y esperar los refuerzos de dos mil hombres más. Dos meses más tarde, el 19 de julio, tuvo lugar el enfrentamiento entre las tropas de Rodrigo y las de Ţarīq, en un lugar que se suele identificar con el río Barbate y que la tradición historiográfica ha llamado “la batalla de Guadalete”. Fue una completa derrota para Rodrigo quien desapareció durante el enfrentamiento. Por lo visto, durante el combate, algunos jefes visigodos abandonaron a Rodrigo llegando incluso a cambiar de bando: eso es, por ejemplo, lo que cuentan las crónicas medievales de Oppas, hermano del rey Witiza (el predecesor de Rodrigo) quien fuera metropolitano de Sevilla y luego de Toledo. Oppas, junto con el conde don Julián, se convertirá para la historiografía posterior en el imaginaire popular en parangón de “traidor”.

Esta victoria supuso el derrumbamiento del poder visigodo, cosa que Ţarīq comprendió pronto al ver que no se producía una verdadera reacción de contraofensiva por parte de las elites visigodas: la resistencia, cuando se produjo, fue esencialmente de tipo local y aislado, como si no existiese ya un poder político superior, lo que llamaríamos hoy un “estado”, capaz de reaccionar frente a una invasión. Es cierto, además que destacados miembros de la aristocracia visigoda se habían pasado al bando musulmán, esperando así obtener un honroso reparto del territorio. Tal era el caso de los que Rucquoi denomina “el clan de Witiza” en el que hallamos al ya mencionado arzobispo Oppas pero también al conde Cassius y sus familiares que tenían el control del Valle del Ebro y que no tardarían, con la llegada de los musulmanes a su región, en 714, en convertirse al Islam. Ante tal coyuntura y pensando que ésta podía cambiar, Ţarīq se apresuró a conquistar ciudades importantes, aunque ello presentara riesgos, como Córdoba y Toledo –donde Ţarīq se instaló para pasar el invierno–. En algunos casos los duces y comites visigodos pactaron interesantes rendiciones, como ocurrió con Teodomiro (quien dejará su nombre a la región de Murcia: Tudmīr), posiblemente hacia 713. Pero en muchos casos, fueron las mismas poblaciones locales las que, en vez de ofrecer resistencia, apoyaron y facilitaron la llegada e implantación del nuevo poder militar: especialmente los tan perseguidos judíos pero también amplios sectores de la población civil, muy descontenta del anterior poder visigodo. Sin embargo, hay que tener en cuenta, para comprender este hecho, en apariencia insólito, que posiblemente para las poblaciones autóctonas compuestas sobre todo de hispani, los nuevos ocupantes no eran a priori mucho más “extranjeros” que los anteriores, esos barbari venidos del norte de Europa.

A la rápida campaña de Ţarīq siguió, algunos meses después, la de Mūsà ibn Nuşayr –por envidia del éxito de Ţarīq, según una leyenda historiográfica[2]– quien en julio de 712 desembarca con casi 20000 hombres, árabes en su mayoría. Conquistó Sevilla y en tierras extremeñas tuvo que hacer frente a un foco de resistencia organizada por parte de los visigodos. Los hombres de Mūsà tuvieron que replegarse en la ciudad de Mérida donde fueron sitiados por los visigodos hasta junio de 713. En 714 se inicia una campaña hacia el norte: Mūsà conquista Zaragoza y Ţarīq algunas zonas de la región de León, como la capital, León y Astorga. No sabemos exactamente por qué, Mūsà tuvo que detener su progresión al ser llamado por el califa de Damasco, abandonando, por tanto, la península en el último trimestre de 714. Dejó al mando de los territorios conquistados a su hijo ‘Abd al-‘Aziz quien continuó la progresión aunque fue asesinado en 716 –“porque tenién que era christiano”, como se cuenta en la Estoria de España. En estos años hay que fechar las conquistas de zonas importantes como Málaga e Iliberis (cerca de Granada), en el sur, y Pamplona, Tarragona, Gerona y tal vez Narbona, en el norte.

Al morir ‘Abd al-‘Aziz se puede dar por concluida la primera fase de implantación musulmana en la península ibérica. La situación es la siguiente: la gran mayoría de regiones y ciudades se hallan bajo un control directo de los jefes arabo-beréberes que acaso fuera en ese momento más importante que el ejercido, algún tiempo antes, por la aristocracia visigoda. En esas zonas asistimos a una especie de trueque de la autoridad que no afecta profundamente ni a las poblaciones ni a las estructuras económicas y aun culturales de la hispania christiana. Sí, en cambio, se crea una red administrativa nueva respaldada por el poder militar arabo-beréber que permite restaurar una forma de estado que acabará implantándose como estado islámico. Existen, por otro lado, algunas poblaciones que, de manera aislada, se encuentran aún en gran medida desvinculadas del nuevo poder. Por fin, la zona del noroeste y la cordillera montañosa del sistema norte configura una amplia zona donde la penetración musulmana era escasa. Será en estos sectores donde subsistan vestigios del antiguo poder visigodo y donde se va a ir constituyendo el primer reino cristiano dentro de la nueva España musulmana, el reino astur-leonés.

 

 

3. Al-Andalus, nueva provincia del califato de Damasco (716-756)

 

            El establecimiento de una autoridad política permanente en la nueva España musulmana supuso que esos territorios pasasen a convertirse en una nueva provincia del inmenso imperio islámico cuya capital se encontraba en Damasco y se extendía desde la península Ibérica hasta el Pendjab (cerca de la actual India). Se denominaba a este imperio “Califato” pues se hallaba bajo la autoridad de un califa (orig. Jalīfa: sucesor o descendiente), considerado como el descendiente de Mahoma, en cuanto a los poderes temporales. Cuando tuvo lugar la conquista de la España visigoda, el califato estaba entre las manos de la familia de los Omeya, originaria de La Meca, que ostentaba el poder desde 661, con lo que, para muchos árabes, dicho poder se parecía cada vez más a una forma de usurpación dinástica y empezaba ya a ser cuestionado.

            Evidentemente, dada la extensión geográfica del califato, el califa debía delegar su poder en gobernadores provinciales que tenían el título de generales (wali, hispanizado en “valí”). Ejercían éstos el poder militar en tiempo de guerra y el poder civil en tiempo de paz, por ejemplo durante los inviernos, cuando se limitaban al máximo las expediciones. Era al-Andalus, en sus inicios, una provincia que dependía de la autoridad superior del gobernador de Ifrīqiya con base en la ciudad de Qayrawān. Hubo en este primer período (716-756) una fuerte inestabilidad política, marcada por sangrientas luchas internas por el poder, pues pocos fueron los gobernadores de al-Andalus que permaneciesen muchos años en su cargo: en esta época se fueron sucediendo unos veinte gobernadores. Disponían éstos de bastante autonomía, habida cuenta de la distancia que los separaba de sus superiores inmediatos (en Qayrawān) y máximos (en Damasco). Ahora bien, en al-Andalus, como en otros lugares del califato esta independencia no podía ser sinónimo de autocracia pues la organización administrativa del poder musulmán exigía que el general gobernase basándose en el consejo de determinados grupos, en los que encontramos los juristas y, en general, los notables árabes. La capital de la provincia hispánica del califato se encontraba, desde 716 o 717, en Córdoba, tras haberlo sido Sevilla, por iniciativa de Ayyub, sucesor de ‘Abd al-‘Aziz, tras su asesinato.

            Una vez consolidada la conquista de la mayor parte de la península Ibérica, los musulmanes lanzaron, a partir de 719, una ofensiva hacia el norte, con vistas a conquistar la Galia o tal vez simplemente en busca de sustanciosos botines de guerra. El hecho es que la llegada de los musulmanes a Narbona está documentada hacia 719; se hallan en Carcasona y Nîmes en 725 y alcanzaron puntos bastante septentrionales subiendo por el valle del Ródano. Se abrió un nuevo frente de expediciones por el oeste, a partir de 732, y la ciudad de Burdeos fue ocupada por los musulmanes de al-Andalus. Avisado por Eudo de Aquitania, Carlos Martel, príncipe franco, reunió un ejército para hacer frente al acoso de los musulmanes. En el año 732 tuvo lugar la batalla llamada “de Poitiers” (que tuvo lugar en algún punto entre esta ciudad y la de Tours) que puso un freno definitivo al avance andalusí en el reino de los Francos. Alentado por su triunfo, Carlos Martel no descansó hasta acabar con el mismo avance por la franja este, la del Ródano, y consiguió en 738 que los musulmanes se replegasen hasta Narbona, cuando ya habían tomado posiciones en Arlés y Aviñón. Narbona no podrá ser recobrada más que por el descendiente de Carlos Martel, el rey franco Pipino el Breve, hacia 751.

            Los musulmanes no dudaron en retroceder cuando debían hacer frente a circunstancias muy desfavorables. Eran partidarios de expediciones oportunas y rentables: en cuanto éstas dejaban de serlo, ya no tenía ningún sentido correr riesgos y exponerse a perder vidas inútilmente. No se trataba, por lo tanto, de una campaña militar que buscase la expansión a toda costa con ánimo, por ejemplo, de imponer un nuevo orden religioso al conjunto de la humanidad: como ya hemos visto, la organización misma de los territorios conquistados desmiente tal hipótesis que resulta anacrónica en este contexto.

La resistencia franca tuvo su equivalente peninsular en la franja noroccidental de la península donde, a partir de 720 parece que empieza a estructurarse una autoridad política, aunque el hecho es que muy poco sabemos de los primeros años del que iba a ser el reino cristiano de los Astures. Efectivamente, esos años están envueltos en el halo de las leyendas forjadas por la historiografía medieval y su peculiar mitología de la Reconquista. Según Américo Castro (España en su Historia), el nacimiento de una resistencia organizada, en la que hay que situar el nacimiento de una estructuración política que, poco a poco, se iría convirtiendo en reino, hay que ir a buscarla no tanto en la idea de una concentración de la antigua nobleza visigoda de toda la península replegada en aquellas zonas montañosas de difícil acceso que habían quedado al margen del acoso musulmán, cuanto en las peculiaridades de los pobladores mismos de esas zonas, concretamente los gallegos, que no tenían por qué ser visigodos. De ahí que la tesis de una continuidad de los reinos visigodos a los cristianos de la Reconquista sea, ante todo, un controvertido mito historiográfico, alimentado por los intereses políticos de los castellanos, frente a los otros reinos peninsulares, concretamente a partir del siglo xiii y con mayor ímpetu aún en el siglo xv, cuando ya la supremacía de la Castilla trastámara se había hecho lo suficientemente patente como para imaginar la absorción por los Trastámara de los otros reinos peninsulares.

Leyenda es pues cuanto envuelve a los primeros reinos de estos hispani no musulmanes. Siguiendo a Lucas de Tuy, la Estoria de España, iniciada en tiempos de Alfonso X, cuenta que don Pelayo fue hijo de Fáfila, duque de Cantabria, y había tenido que dejar la corte toledana a raíz de la malquerencia de Witiza, buscando providencial refugio en los montes de Cantabria: “Mas ell inffante Pelayo fuxó’l e amparóssele en Cantabria, ca dios querié guardar en España donde se levantasse acorro e libramiento a la tierra” (E.E., fol. 189v). La historiografía alfonsí fecha en el año de 714 la creación de un reino Astur, con el “alzamiento” del dicho Pelayo como rey de Asturias y el establecimiento de una capital política en Cangas de Onís (Asturias). Hoy se propone como más verosímil la fecha de 717 o 718 ya que, según otras fuentes, en un principio Pelayo pactó con los invasores e incluso fue enviado a Córdoba, de donde escapó en 717 para refugiarse en los montes asturianos donde los astures lo proclamaron príncipe.

Uno de los elementos clave del mito fundacional del reino astur-leonés se halla en la famosa leyenda sobre la supuesta batalla de Covadonga que se suele fechar en el año de 722 (pero que bien podría situarse entre 718 y 726) y que constituye el primer “éxito” militar de los cristianos y, por lo tanto, simboliza el “inicio” de la Reconquista. La historiografía del siglo xiii no escatima en elementos sobrenaturales para hacer de esta victoria de los cristianos hispanos sobre el poderoso ejército de Al-Hakam la manifestación de la supuesta justicia divina. Cuentan las crónicas que Pelayo se refugia con sus hombres en una gran cueva (la “cueva de Onga”) consagrada a la Virgen y que ahí es asediado por los musulmanes entre los cuales se encuentra el arzobispo Oppas. Éste intenta convencer a Pelayo de que abandone las armas y acepte la superioridad de las fuerzas de los árabes que ya tienen sojuzgada a casi toda España. Evidentemente, Pelayo se niega y afirma que él y sus hombres tienen la esperanza puesta en Dios y en la Virgen María. Y lo que ocurre después lo cuenta con lujo de detalles la Estoria de España:

Pues que esto ovo dicho el rey don Pelayo, metiósse dentro en la cueva con aquellos que con ell estavan mui mal espantados porque tan grand hueste viron sobr’ellos yazer. E rogaron de todos sus coraçones a sancta Maria que los ayudasse e los acorriesse e se amercendeasse de la christiandad. Oppa quando vio que’l non prestava su predigar e vio ell esfuerço que el rey Pelayo avié en Dios tornósse a los moros e dizen que les dixo: “Este omne es ya desesperado e porfía en su mal e non es ý ál mester sinon combaterle”. E dize don Lucas de Thuy que les dixo: “yd a la cueva e combatedla mui de rezio, ca menos de armas non les podremos conquerir”.

Alchaman[3] mandó luego a los fonderos e ballesteros e monteros que combatiessen la cueva mui de rezio. E ellos començaron estonces de lidiarla a piedras e saetas e tragazetes. Mas el poder de dios por la su merced; lidió allí por los suyos que yazién encerrados. Ca las piedras e las saetas e los tragazetes que los moros alançavan a los de la cueva, por la vertud de Dios, tornávanse en ellos mismos e matávanlos. E por el iuyzio de Dios e por este miraglo tan nuevo que dezimos moriron allí más de veynte mill de los moros. E los que escaparon d’allí fueron de guisa bueltos e torvados que non sabién desí parte nin mandado.

El rey don Pelayo, quando esto vio loó, mucho el poder de Dios e la su grand merced. Desí cobró coraçón e fuerça por la gracia de Dios e salió de la cueva con aquellos que con él estavan. E mató a Alchaman e a muchos de los otros que con éll eran. E los moros que ende escaparon, queriéndosse acoger a la cabeça del mont Auseva, saliron con él los otros christianos que el rey don Pelayo dexara fuera de la cueva e mataron muchos d’ellos. E los que d’allí pudieron foyr vinieron a Liévana, que es en la ribera del río Eva, e acogiéronse a la sierra e sobiron en somo del monte e ell monte dexósse caer con ellos yuso en fondón del rýo. E moriron allí todos so el agua e so las peñas que cayeron sobr’ellos. E este nuevo miraglo d’aquell affogamiento fizo Dios a pro de los christianos de España pora librarlos dell grand crebanto e dell astragamiento de los moros en que estavan [...]. E aun dize don Lucas de Thuy que quando aquel río de Eva cresce mucho en el tiempo de las luvias e sal’ de madre que parescen ý, oy en día, muchas señales de los huessos e de las armas d’ellos. [...] Oppa en este medeo fue preso del rey don Pelayo. (Estoria de España, Esc. x-I-4, fol. 3r-v).

Resulta interesante traer a colación aquí otra versión del supuesto acontecimiento bélico de la cueva de Onga, visto, esta vez, desde el lado andalusí. Así se nos cuenta el enfrentamiento en el Nafh al-tib de al-Maqqāri:

         Dice Isa ben Ahmand al-Razi que en tiempos de Anbasa ben Suhaim al-Qalbi, se levantó en tierra de Galicia un asno salvaje llamado Pelayo. Desde entonces empezaron los cristianos en al-Andalus a defender contra los musulmanes las tierras que aún quedaban en su poder, lo que no habían esperado lograr. Los islamitas, luchando contra los politeístas y forzándoles a emigrar se habían apoderado de su país [...] y no había quedado sino la roca donde se refugió el rey llamado Pelayo con trescientos hombres. Los soldados no cesaron de atacarle hasta que sus soldados murieron de hambre y no quedaron en su compañía sino treinta hombres y diez mujeres. Y no tenían qué comer sino la miel que tomaban de la dejada por las abejas en las hendiduras de la roca. La situación de los musulmanes llegó a ser penosa y al cabo los despreciaron diciendo: “Treinta asnos salvajes, ¿qué daño pueden hacernos?” (Col. Obr. Ar. Ac. Ha. I, 230 y Antuña / Sánchez Albornoz, Fuentes de la ha. Hisp. Mus., siglo viii, 232).

 

Este punto de partida mítico y tan poco documentado de manera objetiva sirvió de símbolo del inicio de un retroceso del control cordobés sobre la península que iba a tener lugar, en realidad, algo más tarde, cuando, precisamente, muchas de las tropas andalusíes se hallaban en plena campaña contra el reino franco y, por otro lado, al-Andalus tuvo que hacer frente a rebeliones y conflictos internos que debilitaron su poder y de los que hablaremos a continuación. Me estoy refiriendo a las incursiones del primer rey astur-leonés claramente documentado, Alfonso Iero (739-757), hijo del duque Pedro de Cantabria y esposo de Ermesinda, la hija de Pelayo[4]. Tras conquistar las ciudades de Tuy, Astorga, León y Arganza, Alfonso cruzó la cordillera cantábrica, después de 744, llegando a controlar la parte occidental superior de la cuenca del Duero: hacia 754, conquista Ledesma, Salamanca, Zamora y, en 755, Lugo. Se desplaza luego hacia la Rioja donde causa estragos, provocando un movimiento de despoblación. Su sucesor, Fruela Iero (757-768) pobló esos sectores nuevamente conquistados: expulsó a los pocos beréberes que quedaban en la zona (pues muchos de ellos habían decidido volver a África a causa de la hambruna de los años 750), desde Galicia hasta el Duero e inició asentamientos al este, en la Liébana y las Bardulias, donde más tarde se constituiría el condado de Castilla. Las campañas de Alfonso Iero y Fruela obligaron a los musulmanes a constituir amplias zonas despobladas y sobremilitarizadas que tenían que servir de “tampón” entre la España musulmana y los reinos cristianos: son las llamadas “marcas”.

El primer avance cristiano, hacia 740, es fruto, por lo tanto de la debilitación del poder musulmán a causa de las tensiones internas. Para entender dichas tensiones es preciso comprender el carácter étnicamente heteróclito de las fuerzas musulmanas. Dejando aparte las divisiones entre beréberes y árabes, de las que luego se hablará, entre estos últimos abundan las divisiones tribales, concretamente entre qaysíes y kalbíes (o yemeníes) dos grupos de influencia política que, en la capital del califato, tenían un funcionamiento parecido al de los partidos políticos modernos (cf. Montgomery Watt). El apoyo del califa a uno u otro de los dos grupos implicaba la atribución de cargos políticos y, por lo tanto, la creación de una esfera de influencia. Sin que tengamos que exagerar la responsabilidad de las distinciones tribales árabes en al-Andalus, como algunos han hecho, qué duda cabe de que fue un factor constante de desestabilización política.

De mayor relevancia fue, sin duda, el conflicto con los beréberes. Los beréberes eran la etnia mayoritaria entre los musulmanes de al-Andalus y, sin embargo, se encontraban en una posición social y política subalterna. Su parte de los botines y de la recaudación tributaria era siempre inferior a la de los árabes y, a la hora de distribuir las tierras, solían recibir los territorios menos fértiles o las tierras menos atractivas, lo cual explica en parte el reparto étnico de las zonas conquistadas tal y como se explica en Historia de España 3. La Alta Edad Media (Historia 16):

Los grupos tribales yemeníes –seguimos los recientes análisis de P. Guichard– ocuparon dos grandes zonas. Andalucía sudoccidental (desde Archidona y Málaga hasta Beja) y la Marca Superior, es decir el valle del Ebro. La franja central de al-Andalus (desde Mérida a las zonas montañosas de Levante) nos ofrece un poblamiento árabe menos abundante, pero con predominio qaysí (árabes del norte). Andalucía oriental (de Málaga a Murcia) fue también una zona de masiva ocupación árabe, aunque sin neto predominio de ninguno de los dos grandes grupos étnicos. Frente a la teoría tradicional, la región valenciana nos presenta el caso de un territorio casi vacío de poblamiento árabe.

Los beréberes, es decir, el grupo más numeroso de los conquistadores, procedían del Magrib occidental, pero también los había de Ifrīqiya. Los grupos más representados eran los Magila, Miknasa, Zanata, Nafza, Hawwara, Masmuda y Sinhaŷa. Su concentración en diversas zonas de al-Andalus es inversamente proporcioanl a la intensidad del poblamiento árabe: hubo pocos beréberes en el valle del Ebro, Andalucía oriental, Sevilla, zona costera de Málaga, etc. En cambio, fueron zonas profundamente berberizadas la región levantina y el extremo occidental de la cordillera Bética y serranía de Ronda, así como ciertos islotes del valle del Guadalquivir (Carmona, Morón, Osuna, Écija...). La tercera gran zona berberizada es la región central, excepto el paréntesis indígena de Toledo: abundan los beréberes en Guadalajara, Medinaceli, Ateca, Soria... e incluso más al norte, en Castilla, nombre probablemente impuesto por beréberes de Túnez en recuerdo de su Qastilya natal (J. Oliver Asín). Al sur de Toledo, era importante la población beréber (representada por el grupo tribal de los Nafza) así como en el Fahs al-Ballut (o “Campo de las encinas”, en Los Pedroches), donde era más numerosa que la población árabe.

         Como hemos podido observar, sólo es parcialmente cierta y siempre que no se exprese con rigidez, la vieja tesis, según la cual los árabes ocuparon las llanuras litorales y fluviales, mientras los beréberes se asentaron en las zonas montañosas. Este último caso, sin embargo, es evidente y fácilmente comprensible. [...] La distribución geográfica que someramente hemos diseñado nos confirma en la existencia de un verdadero mosaico étnico (P. Guichard) y nos aparta de la tentación de considerar al-Andalus como un Estado firmemente centralizado, lo que no ocurriría –y sólo de manera efímera– hasta el siglo x.

 

Por otro lado, a esa discriminación económica y territorial se sumaba una discriminación social e ideológica. Pese a estar unidos por la misma religión, por lo visto, las poblaciones árabes de la península no consideraban a los beréberes como iguales. Todos estos elementos, unidos a una coyuntura económica crítica, condujeron a un movimiento de insurrección beréber que se inició en el norte de África: en 740 los beréberes se rebelan contra la autoridad árabe y logran hacerse con Tánger, a pesar de los refuerzos enviados desde Qayrawān y desde Damasco. La insurrección gana pronto la península y algunas rebeliones estallan en la zona norte. A finales de 741, a raíz de un pacto con el gobernador andalusí, los siete mil jinetes sirios de Balŷ, refugiados en Ceuta, y procedentes de los chunds (mercenarios de Siria y Egipto) cruzan el estrecho con la misión exclusiva de sofocar la rebelión beréber. Una vez este cometido realizado, no sabemos si por incumplimiento de las promesas del valí o porque representaban a la otra etnia árabe que la que dirigía la provincia, los sirios de Balŷ marcharon hacia Córdoba y se hicieron con el poder. En 742, tras la muerte de Balŷ, al-Andalus será pacificado por el gobernador de Qayrawān, fomentando asentamientos sirios en el valle del Guadalquivir y la costa. Esta presencia siria es importante para comprender el inicio de la nueva fase por la que iba a pasar al-Andalus. Efectivamente, en el contexto difícil de los años 750, caracterizados por una terrible sequía, malas cosechas y la consiguiente hambruna, se esperaba la llegada de un hombre providencial. Éste iba a ser el “último” de los Omeyas de Damasco, ‘Abd al-Rahmān (en esp. Abderramán, n. en 730) que había conseguido huir de Siria, tras el golpe de estado de los ‘abbāsíes, en 750, que acabara con el califato omeya. ‘Abd al-Rahmān, en su huida, se había decantado por la extremidad occidental del imperio pues, de madre beréber, había vivido un tiempo en el Magrib. Tras algunas negociaciones, desde el Magrib, con el poder andalusí que resultaron infructuosas y el establecimiento de sólidos contactos con los ŷundíes sirios, ‘Abd al-Rahmān desembarcó con un ejército heteróclito de ŷundíes sirios, yemeníes y beréberes y aplastó el poder de los qaysíes de Córdoba. En mayo de 756 el nuevo poder de ‘Abd al-Rahmān es aceptado por el conjunto de las etnias y, en Córdoba, es solemnemente proclamado “emir” de al-Andalus. Es el inicio de lo que va a llamarse el “emirato omeya” o “emirato de Córdoba”.

 

 

4. El emirato de Córdoba o “emirato omeya” (756-912)

 

            La novedad de 756 no estriba en el título de emir con el que se conocerá a ‘Abd al-Rahmān, puesto que los gobernadores anteriores ya lo ostentaban, sino en la total y absoluta independencia política, administrativa, fiscal y militar del nuevo poder con respecto al califa y eso sí que era una completa novedad –al menos en el plano teórico– en el mundo musulmán, pues todos los emires se hallaban bajo la autoridad del califa: el de al-Andalus será el primero en no reconocer esa autoridad lo cual significará que nadie se halla por encima de él y que, por lo tanto no debe rendir cuentas ante nadie de fuera de al-Andalus. Esta independencia nueva será asumida por siete emires, entre 756 y 912:

 

‘Abd al-Rahman Iero (756-788);

Hisham Iero (788-796);

Al-Hakam Iero (796-822);

‘Abd al-Rahman II (822-852;

Muhammad (852-888);

Al-Mundhir (888);

‘Abd-Allah (888-912);

 

            La creación del emirato independiente no hizo sino agudizar los conflictos interétnicos que habían estallado ya en los años 740. A las oposiciones tradicionales entre árabes yemeníes y qaysíes había que añadir ahora la diferencia entre los primeros colonos árabes (los baladiyyūn) y los que acababan de llegar de Siria. El mosaico étnico y religioso se completaba con la todavía mayoritaria presencia de unos beréberes cuyo tratamiento distaba aún de ser igualitario, y con los “musulmanes nuevos” es decir todos aquellos hispani que habían decidido convertirse al Islam y que acabarían siendo igual de importantes numéricamente que los beréberes. Éstos se dividían en musālim, cristianos convertidos, y en muwalladūn (muladíes) hijos de musulmán. Al contrario, los cristianos que se mantenían en su fe eran llamados musta’ribūn (“arabizantes”), es decir aquellos que los castellanos llamarán “mozárabes”. No hemos de olvidar a las poblaciones judías, importantes en las ciudades, que si bien contribuyeron a enriquecer el acervo civilizacional de al-Andalus no fueron, en este período, motivo alguno de conflicto. Al contrario, son numerosos los intercambios culturales entre las elites árabes y judías en la España musulmana, como lo ha demostrado el profesor Arie Schippers. Entre los moradores del emirato también figuran un número importante de “extranjeros” y sobre todo de esclavos, generalmente comprados en el reino franco y que constituirán la base del ejército “profesional” del emirato. Se prefirió a los esclavos francos para el ejercicio militar pues al venir de fuera se quedaban al margen de los conflictos étnicos que azotaron al-Andalus. En este período del emirato, el grupo mayoritario lo constituyen aún los mozárabes (cristianos andalusís) que en el siglo x serán aún el 60% de la población autóctona de al-Andalus, bajando vertiginosamente este porcentaje en la centuria siguiente: 20% sólo, al final del siglo xi (Rucquoi, 93:76).

            Estas cifras se ven confirmadas por la opinión de Claudio Sánchez Albornoz (España, un enigma histórico, t. I, 142): la islamización, según este historiador, incluso en tiempos del emirato de Córdoba, fue lenta y muy progresiva:

Buena parte de los conquistadores [se refiere a los beréberes] hubieron de comenzar entonces, como los españoles por ellos sometidos, su despaciosa adopción de las formas de vida y de pensamiento islámicos.

         El proceso de tal adopción hubo de ser lentísimo. En la capital de la cora o provincia de Elbira (Granada), la mezquita, empezada a construir por un compañero de Muza, tardó siglo y medio en ser terminada, según ibn al-Jatib, por el escaso número de musulmanes que durante tan largo plazo de tiempo hubo en la ciudad, donde se alzaban en cambio cuatro iglesias. Y todavía a fines del siglo viii, reinando Hixam Iero (788-796), según al-Juxani, el juez musulmán de la capital de al-Andalus era el juez de la colonia militar de Córdoba, prueba inequívoca de la mínima importancia de la población musulmana en la primera ciudad de le España muslim. La orientalización de ésta se inicia con ‘Abd al-Rahman II (822-852). Sabemos que tropezó con la resistencia del pueblo. Y si a mediados del siglo ix los cordobeses se negaban a aceptar las modas de Oriente, no es aventurado afirmar que sus formas de pensamiento, sus apetencias anímicas, sus esencias vitales, seguirían hallándose sustancialmente enraizadas en la más firme tradición hispana anteislámica.

Así pues, resulta difícil imaginar los primeros tiempos de al-Andalus en los que una minoría árabe, ayudada por una mayoría beréber semislamizada, convivía y ejercía un control político sobre una población autóctona compuesta esencialmente de cristianos y de judíos que comunicarían entre ellos en un pre-romance hispánico que se iba a mantener con el tiempo y que, más tarde, iban a adoptar incluso las elites árabes, como lo afirma el mismo Sánchez Albornoz: “Durante el reinado del califa ‘Abd al Rahman III (912-966), todos en la España musulmana hablaban el romance, incluso el califa y los nobles de estirpe oriental [...]. Doscientos años después del 711 eran pocos en la Península los que sabían bien el árabe y raros los que entendían los versos arábigos” (id.). Todo ello nos conduce a comprender las palabras de Adeline Rucquoi cuando dice: “L’assimilation entre les envahisseurs d’origine arabe ou perse, peu nombreux, leurs troupes composées de Berbères qui n’étaient pas tous islamisés, et les Juifs et Hispano-Wisigoths qui demeurèrent sur place donna lieu à ce qu’il est convenu d’appeler l’islam d’Espagne ou Al-Andalus ; en aucun cas, la civilisation extrêmement originale qui résulta de cette fusion ne peut ni ne doit être confondue avec le reste du monde islamique, et il serait vain de présenter la Cordoue du xe siècle comme le paradigme de l’islam médiéval”.

 

            Los levantamientos constantes de una u otra etnia y la desaparición de la antigua costumbre del servicio militar obligatorio convencieron a Abderramán I de la necesidad de crear un ejército profesional en el que, como ya se ha dicho, abundaban los esclavos, fácilmente adquiribles en el reino franco. El emir toma otras medidas para afianzar su poder, como la acuñación de la primera moneda autóctona de al-Andalus, el dirham de plata (760) o la organización de un servicio de correos, mediante mulas u palomas mensajeras (775). En el ámbito artístico cabe destacar el inicio de la edificación de la mezquita de Córdoba, en 780, donde antiguamente se alzaba la catedral visigoda de San Vicente, para la cual se recurrió a capataces cristianos quienes iban a dejar claras huellas visigodas en el arte andalusí.

            La política con el reino astur estuvo marcada por el mantenimiento de una paz oportuna para unos y para otros, merced a las dificultades internas que ambos reinos experimentaban. Tras la muerte de Alfonso Iero, Fruela, hijo de Alfonso, es elegido en 757, pero tiene que hacer frente a los magnates locales –que pretendían restablecer las costumbres visigodas– y al clero cuya enemistad se ganó a raíz de las leyes sobre el celibato. Tanto es así que, retomando las viejas costumbres políticas visigodas, muere asesinado en 767. Se suceden varios reyes astures: Aurelio (767-774) –sobrino de Alfonso– quien sofocó una rebelión de los siervos–, Silo (774-783) –yerno de Alfonso– quien tuvo que hacer frente a un levantamiento gallego y Mauregato (783-788), hijo bastardo de Alfonso y de una esclava mora, elegido merced a una conspiración, y su hermano Bermudo que abdica en 791 a favor del heredero legítimo, Alfonso II, hijo de Fruela. Alfonso crea una nueva corte del reino de Asturias en Oviedo y se rodea de un séquito palatino.

            El conflicto con los reinos cristianos vino, por lo tanto, no de la península sino de fuera, concretamente del reino franco. Carlomagno, rey de los francos desde 768, pretendía establecer un protectorado en el norte de la península y limitar la esfera de influencia de los musulmanes al sur peninsular, realizando así el viejo sueño franco, impedido por los visigodos, de extender su control al otro lado de los Pirineos. El pretexto para la ofensiva vino de la presunta solicitud de ayuda por parte del valí de Barcelona y Gerona que se había levantado contra el emir. Las tropas de Carlomagno cruzaron los Pirineos en 778 pero no consiguieron hacerse con Zaragoza. De vuelta, tuvo lugar, el 15 de agosto de 778, la batalla de Roncesvalles donde fue derrotado el ejército carolingio y que se hizo famosa merced a la Chanson de Roland que cuenta la resistencia heroica de la retaguardia del ejército franco. Siguieron nuevos fracasos militares sobre Huesca (797) y más tarde sobre Pamplona. Se desquitarán los francos de estos reveses penetrando en la península por la franja mediterránea: toman la ciudad de Gerona en 785, el norte de Osona y Cardona en 798 y, con la ayuda de tres ejércitos venidos de Toulouse, conquistan Barcelona en 801 y, provisionalmente Tarragona en 808, aunque Tortosa resistió. En 806 el conde de Tolosa (Toulouse) había conquistado las comarcas de Pallars y Ribagorza, con lo que quedó constituida la Marca Hispánica que pasó a formar parte del imperio carolingio y al mando del cual estaría un conde franco. Los francos no dudaron en asentarse en este nuevo territorio de su reino, a pesar de los conflictos que ello iba a suponer con las poblaciones autóctonas, en particular la antigua aristocracia visigoda que esperaba recobrar el poder y cuyas esperanzas quedarían definitivamente frustradas en los años 822-827 con las represiones antivisigodas de los francos y el nombramiento de un conde franco, Bernardo de Septimania, hijo del conde de Toulouse. Se mantendría éste en el poder hasta 844 cuando le fue atribuida la Marca Hispánica a Carlos el Calvo.

            En el año 788 fallece en Córdoba ‘Abd al-Rahman I. Le sucede su hijo Hixam que no tiene tiempo de realizar sus aspiraciones expansionistas contra los asturianos pues muere en 796. El nuevo emir al-Hakam I, hijo de Hixam, empieza su reinado en un clima de tensiones internas que debe reprimir cruelmente para hacer respetar su autoridad, como lo harán sus sucesores. Véase la llamada “jornada del foso” de Toledo, en 806 con que concluye la rebelión iniciada en 797, donde fueron asesinados 700 próceres de la ciudad. Iban a producirse nuevos levantamientos en Toledo contra la autoridad cordubense y entre 888 y 912 gozaría incluso de una semiautonomía. Destaquemos, también, la matanza del arrabal de Córdoba de 818, cuando fue arrasado el arrabal al sur del Guadalquivir, muriendo varios miles de personas. A partir de los años 850 parece que se degradó el clima de tolerancia religiosa. Por esas fechas son juzgados y condenados unos cuarenta cristianos acusados de blasfemia hacia el Islam, quedando así sofocado un movimiento de reivindicación de los cristianos –entonces mayoritarios– que tal vez hubiera podido hacer que se tambalease el orden social. Supuso, sin embargo, este contexto que muchos cristianos decidiesen emigrar hacia el norte, donde fueron acogidos en los reinos cristianos, concretamente el astur-leonés. Los que se quedaron iniciaron un largo proceso de fusión con la sociedad musulmana, en la vestimenta, las costumbres, etc., que en muchos casos acabaría en conversión religiosa.

 

 

 


El Emirato de Córdoba en el siglo ix

 

 

 

            Como ya vimos, la política expansionista de Alfonso de Asturias, por un lado, y las incursiones francas, por el otro, motivaron la constitución de grandes zonas despobladas llamadas “marcas” que eran una especie de “tierra de nadie”, aunque de hecho se hallaban bajo control del emirato. Las tres marcas del mismo eran las siguientes: la “superior” correspondía al valle del Ebro, con capital en Zaragoza. La marca “media” se encontraba en Toledo y la “inferior” en Mérida. Estas marcas tuvieron especial relevancia en el período que nos ocupa. Efectivamente, las crisis que iban a debilitar considerablemente el poder del emirato de Córdoba –que había alcanzado cierto esplendor y prosperidad en tiempos de ‘Abd al-Rahman II (822-852)–, fomentando la dislocación que iba a llegar luego, tuvieron su punto de partida en los señores que controlaban las marcas. Ya en 803, la marca superior conoce el levantamiento de los Banu Qasi, descendientes de Fortún de Aragón y, presuntamente de Cassius, contra el valí[5] de Tudela lo cual supuso enfrentamientos armados con el ejército del emir en los que recibieron el apoyo ora del valí levantisco de Zaragoza, ora de los navarros. En 842, el gobernador de la marca superior Musà ibn Musà ibn Qasī –quien se autoproclamaba nieto de Fortún– se rebela contra la autoridad del emir y debe hacer frente al acoso de sus tropas. Se pactó el fin del enfrentamiento pero a unas condiciones que ponían de manifiesto la autoridad de Musà en ese territorio, quien llegó a autoproclamarse “tercer rey de España”. Estas pretensiones acaso le venían de los lazos de parentesco que tenía con la familia real navarra (cf. el matrimonio del rey de Navarra, Íñigo Arista con Masa ibn Musà en 840). Es este uno de los primero ejemplos de los vínculos feudales de tipo vassallático que a su paso por la península habían dejado los francos. A partir de ese momento, las relaciones personales y políticas de vasallaje entre los príncipes serán más importantes incluso que los vínculos religiosos. Tal vez ello explique los cambios constantes de religión de los protagonistas de este período o bien el sistema de dependencias políticas en los que se podía dar el caso de que un vasallo cristiano de un señor musulmán llegase a luchar contra otro cristiano para ayudar a su señor.

El movimiento iniciado en la marca superior se repercute en la marca inferior. Primero entre 833 y 840 con Muhammad ibn ‘Abd al-Djabbar quien plantó cara al ejército del emir antes de instalarse en territorio cristiano. Otro muladí, Ibn Yillīqī, se rebela, partir de 875. Se conseguirá así, gracias al apoyo del rey asturiano, una independencia de facto de la Marca inferior, hasta 929.

Otras zonas, aunque no fueran marcas iban a intentar conseguir una forma de independencia, como Sevilla, hacia 895 o 899, y una treintena de otras localidades. Una de las insurrecciones más sonadas fue obra del muladí ‘Umar ibn Hafsun, que se había convertido al cristianismo en 899, y que tras refugiarse en las montañas de Bobastro, en la Andalucía meridional, lideró los levantamientos de varias ciudades (Mijas, Archidona, Jaén, Baena, Lucena, Écija…) llegando a controlar hasta su muerte, en 917, un amplio territorio. Todo esto nos lleva a comprender la situación política altamente precaria en la que al-Andalus inicia su andadura por el siglo x. Cuando en el año 912, ‘Abd al-Rahman III es nombrado sucesor de su abuelo, el poder real del emir se limita a la ciudad de Córdoba y su inmediata periferia. El resto del emirato se halla entre las manos de insurrectos locales, ya fueran árabes, beréberes o muladíes que habían conseguido emanciparse de la autoridad de la capital omeya.

 

Mientras se inicia la desagregación del poder central del emirato de Córdoba en la primera mitad del siglo ix van a ir surgiendo nuevos estados cristianos en torno a los Pirineos, a raíz de la presencia de los francos. Ya hemos mencionado el nacimiento de la Marca Hispánica, futura Cataluña, a partir de 801, que cobrará cierta independencia con respecto a los dominios carolingios en 878 o 879, cuando Luis II de Francia concede a Vifredo el Velloso, conde de Urgel, Cerdeña y Conflent (desde 870), los condados de la Marca Hispánica que aún no poseía: Gerona, Osona y Barcelona, creando así la denominada “Casa de Barcelona”. A este nuevo estado independiente –que se mantuvo, sin embargo, integrado al funcionamiento político carolingio (los condes seguirían jurando fidelidad al rey franco)– hay que sumar el condado de Aragón: tras la independencia con respecto al emirato esa zona pirenaica (región de Jaca) es tomada por los francos quienes instalan en 809 a condes de origen franco. Al morir el último conde franco, accede al poder Aznar Galindo, que pasa a ser el primer conde autóctono de Aragón, hacia 820. En cuanto al territorio de Pamplona su independencia con respecto a los francos es obra, en 810, del caudillo vascuence Íñigo Arista que al expulsar a los carolingios se autoproclama rey de Navarra o de Pamplona. En 843, este nuevo estado será reconocido por el emir, a cambio de un tributo anual, con lo que se pone fin a los enfrentamientos de los navarros unidos a los Banu Qasi del Ebro contra los cordobeses.

Por esos años se consolida como estado el reino cristiano de occidente, el reino astur-leonés. En su largo reinado, Alfonso II el Casto (791-842) pudo dotar de un verdadero aparato de estado a su reino. Su nueva capital, Oviedo, pasaría a ser la “heredera” del Toledo de los visigodos, con una corte y edificios palatinos con el boato correspondiente a un reino poderoso. Esta construcción tanto simbólica como material (edificios, obras públicas…) de un estado fuerte fue continuada por su sucesor Ramiro Iero (842-850). Por su lado, su hijo, Ordoño Iero (850-866), se ocupó más bien de repoblar, en un contexto de inmigración cristiana, los márgenes occidentales y meridionales del reino (Tuy, León, Amaya…). También continuó su progresión hacia el este, entrando en conflicto con los vascones, aunque con éxito para los astur-leoneses quienes obtuvieron así el control de la región de Álava. Tuvieron por lo tanto la posibilidad de crear asentamientos definitivos, mediante cartas de población (como el Fuero de Brañosera, de 824), en la amplia zona que separaba Cantabria de la tierra de los Vascones y el alto valle del Ebro. Ordoño confió el control y la permanencia de estos asentamientos a un conde al que se le concedieron poderes importantes para llevar a cabo la población de esa tierra que, por aquel entonces, ya se conocía con el nombre de Castilla.

 



[1]. Añade Games: “...dizen que la tierra fue perdida por pecado que fizo el rey don Rodrigo en tomar la fija del conde Julián [...]. E Dios non pena en particular, sino por pecado universal. Onde este pecado singular fue, uno solo lo fizo, e la puniçión fue universal”.

[2]. “Muça fijo de Abennozayr, quando oyó las nuevas de las grandes cosas e grandes fechos que Tarif, cabdiello de su cavallería, avié fecho en España en este año que dixiemos, tomó’l envidia e celos e passó la mar en el mes que llaman los arávigos ramadán” (Estoria de España, fol. 195v).

[3]. Se trata de Al-Hakam.

[4]. Se supone que Pelayo moriría en 737, según cuentan las crónicas medievales, y que le sucedió su hijo Fáfila quien reinó hasta su muerte en 739, tras ser despedazado por un oso.

[5]. Valí o walí: gobernador nombrado por el emir que se encargaba de la administración civil de las “coras” (especie de comarcas). El territorio bajo su jurisdicción se denominaba “nazar”.