Université Montpellier 3

ES2B6M – Civilisation

Cours de C. Heusch

 

 

 

Introducción à la España medieval :

de los Visigodos à la emergencia de Castilla

 

 

 

            “Finisterre” del continente europeo, los primeros tiempos de la Historia de la Península Ibérica están marcados por los diferentes movimientos migratorios y de población: al situarse en los confines occidentales del continente, la península se convirtió a menudo en el lugar de aposentamiento de los grupos invasores –buen ejemplo de ello lo constituye la instalación de los Suevos en la región de Galicia, en el siglo v–. Para unos y para otros, ya viniesen del norte (pueblos germánicos) o del sur (pueblos del Islam), la península pudo aparecer como una tierra de frondosidad y riqueza.

Así pues, los primeros siglos de su historia van a ser los de incesantes movimientos de fluctuación humana, política y aun religiosa pues, en numerosas ocasiones, la península ha podido aparecer como un crisol de culturas, creencias y etnias. Sin embargo, dicha fluctuación se irá viendo frenada y, a la postre, anulada, por la progresiva consolidación del poder territorial de unos reinos cristianos que de meros señoríos feudales pasarán a erigirse en estados modernos, equiparables con las grandes coronas del resto de Europa. El ejemplo de Castilla es, sobre este particular, altamente significativo: simple condado inmerso en el reino de León, cobrará primero su independencia y total soberanía territorial, engullirá luego, a través de su organización política, al mismo reino de León en el seno del cual había surgido y se convertirá luego, merced a la expansión territorial de los últimos episodios de la Reconquista y merced también a su poder económico y comercial, consolidado por sus salidas marítimas atlántica y mediterránea, en un estado hegemónico dentro del mosaico político de la península.

Especial relevancia tiene, asimismo el concepto al que acabamos de aludir de “mosaico político”. Efectivamente, otra de las constantes históricas va a ser la tensión entre la pluralidad política, cultural y hasta lingüística y, por otro lado, el conato incesante por la realización de una total y absoluta unidad peninsular. Desde la época de los Romanos, pasando por el gran reino de Toledo –capital cuya posición geográfica central es ya todo un símbolo–, momento de la mayor expansión territorial de los visigodos, concretamente bajo el rey Recaredo, pasando también por el Emirato de Córdoba que, en el siglo ix se extiende por el 80% de la superficie de la península y hasta la “coyuntural” unidad política conseguida, a finales del siglo xv por el matrimonio entre Isabel de Castilla y Fernando de Aragón... el sueño de una península ibérica unida bajo una autoridad única y formando un único pueblo no abandonará a la mayor parte de los soberanos a pesar de las resistencias, tanto internas como externas, que la realización de ese sueño podía conllevar: así, por ejemplo, la alta nobleza terrateniente será siempre reacia a la constitución de un poder regio fuerte y concentrado territorialmente; asimismo, las potencias extranjeras, concretamente los reinos de Francia e Inglaterra, intentarán constantemente sacarle partido a la pluralidad de reinos que componen la península, estableciendo un complejo y a la vez fluctuante sistema de alianzas y, por consiguiente de enemistades por transitividad: posiblemente, sin el apoyo de Francia y Aragón, el conde Enrique de Trastámara no hubiera podido hacerse con el poder contra su hermanastro el rey de Castilla don Pedro, apoyado él por Portugal y por Inglaterra.

Pero la oposición entre la pluralidad y la unidad afecta asimismo a los individuos pues, poco a poco, se intenta unificar lo que, desde el principio, aparece como la riqueza de ese crisol humano y cultural aferente a las fluctuaciones que caracterizan la historia de la península. De ahí que la tentativa de unificación se acompañe casi siempre de un proceso creciente de exclusión de las nuevas “minorías” creadas por el afianzamiento de grupos no sólo políticos sino también humanos que pasan a ser grupos “dominantes”. La consolidación hegemónica de los tres principales reinos cristianos de la península –Castilla, Aragón y Portugal–, a partir de una fecha que es, esencialmente simbólica, la de la batalla de las Navas de Tolosa (1212), significa que la sociedad cristiana se erige en un modelo absoluto que va dejando cada vez menos cabida a los otros grupos, de judíos y musulmanes. Pero será interesante ver cómo van evolucionando, en el transcurso de los últimos siglos de la edad media, las formas de la exclusión del “no cristiano”: desde una exclusión de tipo popular y con una manifestación tan violenta como puntual, hasta una exclusión oficial y definitiva que supuso, en los albores de la edad moderna, la expulsión de gran número de “hispanos” judíos y musulmanes.

 

Fluctuación hasta la consolidación de estados fuertes, por un lado, y dialéctica entre diversidad y unidad serán, por lo tanto, los dos ejes principales que van a guiar nuestro sucinto recorrido por tantos siglos de historia de la península. Pero empecemos siguiendo el ordo naturalis, es decir el cronológico, y presentemos brevemente los primeros tiempos de la historia de España.

 

 

 

 

 

I. De la “Hispania” romana a la visigótica

 

 

A. Antes de la romanización

 

            En los primeros tiempos de la Historia, la península Ibérica era un espacio esencialmente despoblado. Algunas zonas conocen cierta concentración de tribus autóctonas, como la de los llamados Íberos que se extendían por el este y el sur de la península y que pasan por ser los más antiguos pobladores de España. Hacia el año 800 a.C. llegan a la península tribus celtas procedentes del centro de Europa cuyo asentamiento se va extendiendo, desde el norte, hacia el oeste. Instalados, en primera instancia, en Aragón, Zone de Texte:  Navarra y Vascongadas, hacia el año 600 los Celtas han llegado ya a la meseta castellana y siguen su progresión hacia el oeste. La civilización íbera conoció la aportación cultural importante, a partir del siglo vii, de Fenicios y Griegos. Gracias a los Fenicios, los Íberos descubrieron nuevas técnicas metalúrgicas. Los Griegos, por su lado, fundaron varias ciudades y colonias costeras, como la ciudad de Ampurias (580). En cuanto a sus creencias, los íberos eran esencialmente animistas y panteístas, como la mayor parte de las tribus primitivas mediterráneas, y sus principales ídolos eran los astros, la naturaleza y la diosa madre. Como en otras culturas politeístas, estas creencias desembocaban en la representación escultórica, que es el principal vestigio conservado de la civilización íbera. El arte de los íberos se enriqueció además a través de los contactos con Fenicios y Griegos, obteniendo realizaciones de gran pureza, como la famosa “Dama de Elche”, busto femenino en piedra policromada, realizado probablemente hacia 480 a.C. (ver imagen supra) o la “Dama de Baza”, algo más reciente (ver imagen infra). Pero también hay que destacar la orfebrería y la cerámica pintada.

Zone de Texte:  
La Dama de Baza representa probablemente una divinidad protectora de la vida, como Demeter o Perséfone.
            Si bien al principio Celtas e Íberos constituyen dos etnias claramente distintas (en cuanto a lengua, escritura, técnicas, religión), con el tiempo, esas diferencias se van desdibujando, constituyendo poco a poco el grupo que llamamos de los “Celtíberos” en el que se van a ir perfilando varios subgrupos en función de los diferentes asenta­mientos geográficos. Éstos son principalmente, los aréva­cos, lusones, belos, titos, lobetanos y pelendones. Parece ser que no consiguieron establecer formas políticas estables, aunque se les conocen, eso sí grandes cualidades bélicas que se hicieron patentes en las hostilidades con los romanos. Fundaron algunas ciudades importantes, como Numancia (en la actual prov. de Soria) fundada por los arévacos hacia 300 a.C.

 

La lengua de los primeros pobladores regu­lares de la península sigue siendo un misterio. Los hallazgos de inscripciones en piedra dan cuenta de su posesión de la escritura. Gracias al descubrimiento de inscripciones en escritura ibera y latina, los investigadores han conseguido descifrar la correspondencia fonética de los signos ibéricos (ésta no fue completa hasta 1922, a raíz de los trabajos de Manuel Gómez Moreno). Se trata de un sistema mixto que mezcla el alfabeto y el silabario y que por lo visto es un caso único entre los sistemas gráficos de los pueblos antiguos del Mediterráneo. Así pues, tenemos un signo específico para las vocales y algunas consonantes (como ‘l’, ‘m’, ‘n’, ‘r’, ‘s’...), sin embargo otros signos sirven para representar sílabas, compuestas con las letras ‘b’, ‘k’ y ‘t’ y cada una de las vocales (‘ba’, ‘ka’, ‘ta’, etc.). El hecho curioso es que a pesar de saber descifrar fonéticamente las inscripciones no tenemos ni la más remota idea de lo que significan, con lo que tenemos el caso curiosísimo de una lengua que conocemos sólo formalmente, como tampoco sabemos a ciencia cierta cuál es su origen.

 

B. Los Cartagineses

 

            El primer elemento desestabilizador importante de la civilización celtíbera lo constituye la invasión de la península por los cartagineses, en el año 237 a.C., como consecuencia de la primera guerra púnica en la que resultaron derrotados por el ejército de Roma. Las tropas del general cartaginés Amílcar Barca –padre de Aníbal– ocuparon la franja litoral levantina y el valle del Guadalquivir. Pero la resistencia celtíbera fue importante, tanto es así que el mismo Amílcar Barca hubo de perecer en combate (229), sucediéndole en el mando su yerno Asdrúbal.

            La llegada de los cartagineses a la península supuso igualmente la de sus “perseguidores”: fue, efectivamente, el punto de partida del interés de los romanos por la península, quienes penetraron en ella por el norte. Para evitar el enfrentamiento directo que ni unos ni otros se hallaban en medida de asumir, se tuvo que buscar un compromiso o “pacto de amistad” entre unos y otros a través de un acuerdo que establecía las divisiones territoriales de la influencia de cartagineses y romanos. Es el llamado “Tratado del Ebro”, firmado en 226: dicho río se convertía en la línea divisoria entre la influencia latina y la cartaginesa. Este pacto permitió el aposentamiento de los cartagineses en tierras hispánicas, quienes fundaron su nueva capital, Carthago Nova, justo después, en 225, es decir la actual Cartagena.

            Con la llegada al poder de Aníbal se inicia una nueva etapa bélica. Amén de las incursiones en zonas celtíberas del Tajo y del Duero, Aníbal, presuntamente como reacción a las hostilidades con los turboletas (iberos de Teruel), rompe el pacto de amistad con Roma al asediar la ciudad de Sagunto, importante enclave comercial aliado de los itálicos. Tras ocho meses de sitio y una resistencia ejemplar de los saguntinos, la ciudad se rinde en 219 a.C. Tal hecho provoca la declaración de guerra de los romanos a los cartagineses y es el inicio de la 2ª Guerra púnica que se soldó por la llegada a la península, en 218, del ejército romano por vía marítima, instalando su base de operaciones en Tarragona, mientras que Aníbal estaba cruzando los Pirineos, rumbo a Roma, con sus legendarios elefantes. A este primer ejército se sumaron luego los refuerzos capitaneados por Publio Escipión quien podrá iniciar una campaña militar hacia el sur, reconquistando Sagunto (214 o 212 a.C.), reconquista que les valió a los saguntinos ser los primeros hispani en recibir la ciudadanía romana. Su avance se ve frenado pero con la llegada de Publio Cornelio Escipión (el futuro Escipión el Africano) las tropas romanas consiguen hacerse con la capital de los cartagineses, Carthago Nova (209). A raíz de una serie de derrotas cartaginesas, la vertiente “peninsular” de la 2ª Guerra púnica llega a su fin en 206 a.C., cuando los cartagineses deben evacuar la península y regresar a África. Ahí serán perseguidos por los romanos y finalmente derrotados por éstos en 202.

 

 

C. La Hispania romana

 

            El año 206 a.C. marca el inicio de la verdadera romanización de la península ibérica, con, por ejemplo, la fundación de centros urbanos, como Itálica (cerca de Sevilla) donde nacerán futuros emperadores romanos, como Adriano y Trajano. Pero dicha romanización no se llevó a cabo sin la resistencia de algunas (no todas pues otras se unieron a los romanos contra los cartagineses) tribus autóctonas. Ya en 205 se sublevan los ilergetes (tribu de las actuales zonas de Aragón y Lérida) a los que se suman pronto otras tribus (turdetanos, indigetes...) creando la llamada “primera guerra celtíbera” (181-179) y a la que seguirán las guerras lusitano-romanas (155-136) en las que destaca la figura del jefe luso Viriato (†139) quien fuera pastor en sus inicios. En 154 se inicia la larga campaña romana contra la ciudad celtíbera Numancia, capital de los arévacos. La resistencia de los numantinos se ha hecho legendaria en la historia de España, pues duró la campaña más de cincuenta años, entre ataques y treguas sin que los romanos consiguiesen dominar la situación a pesar de su superioridad numérica. Tuvo que intervenir, en 134 a.C. el mismo Publio Escipión Emiliano para que las legiones romanas pudiesen hacer doblegar la cerviz de los arévacos, con la ayuda del hambre y la sed. Se desvió el Duero y se levantaron fortificaciones en torno a la ciudad para que no hubiese la menor circulación: tras nueve meses de sitio se abrieron las puertas de la ciudad, pero aquellos que no habían muerto ya y habían conseguido sobrevivir comiéndose a sus compatriotas fallecidos prefirieron antes suicidarse que caer en las manos del enemigo. Corría el año 133 a.C. Tras un período de relativa paz entre romanos y autóctonos, volverán las rebeliones hacia 99 que serán duramente reprimidas por las legiones. Pero más tarde Hispania se convierte en el teatro de las luchas civiles romanas, concretamente la lucha por el poder entre Cayo Julio César, pretor de la Hispania ulterior y el triunviro Pompeyo, que se resolverá, después de la batalla de Lérida (49) a favor de aquél. Otros conflictos surgen, como las guerras contra las tribus de montañeses de Cantabria y Asturias (29-19), que exigirán la presencia del mismo emperador Augusto.

 

Las provincias romanas de la Hispania :

En tiempos de los romanos, la península conoció varias reformas administrativas que dieron tres configuraciones geopolíticas. La primera división, de 197 a.C., divide el territorio en dos grandes provincias cuyos límites no quedaron claramente definidos: la Hispania citerior, la del norte, y la Hispania ulterior, la del sur. Más tarde, en 15 a.C., la Hispania del sur se divide en Baetica y Lusitania, mientras que la del norte pasa a llamarse toda ella Tarraconensis, con capital en la actual Tarragona. En 297 d.C., una nueva división administrativa, llevada a cabo por Diocleciano, crea nuevas provincias: Gallaecia y Carthaginensis, como se aprecia en el mapa siguiente:

 

 

 

Las 6 provincias de la Hispania romana en los siglos iii y iv.

 

 

 

Zone de Texte: El arrianismo : doctrinas forjadas por el obispo Arrio (256-336), formado en Antioquía. A partir de 318 defiende la tesis contraria a la Trinidad, abogando por la exis-tencia única de Dios Padre. Ello suponía asimismo negar la divi-nidad de Jesucristo: Arrio lo consi-deraba como un ser humano creado por Dios para manifestar su Palabra. Las tesis de Arrio encontraron pron-to, a raíz de su racionalismo prác-tico, gran número de seguidores en Alejandría. El obispo de Alejandría, Alejandro, convoca en 320 un sínodo de más de cien obispos de Egipto que decide excomulgar a Arrio. En 325, el emperador Cons-tantino convoca el concilio de Nicea (Turquía), presidido por  Osio, obispo de Córdoba. En dicho concilio san Atanasio establecerá, contra el arrianismo, las bases del credo de los cristianos donde se defiende la unidad de las tres Per-sonas divinas. Arrio es condenado al destierro junto con otros par-tidarios de sus tesis.
El priscilianismo : se basa en ideas astrales y gnosticomaniqueas unidas a las propiamente autóctonas galle-gas sobre la mitología lunar. Se trata de un movimiento ascético ba-sado en la pobreza y la austeridad. Tras la condena se mantiene esa corriente sobre todo en Galicia pero hacia el año 572 ha desaparecido por completo.
El legado de la romanización es fundamental para la historia de España. No sólo sienta las bases de las estructuras administrativas que luego intentarán reproducir los reinos ulteriores, sino que deja unas huellas indelebles en lo económico y cultural. Entre los siglos i a.C y i d.C se construyen obras públicas de envergadura que aún hoy subsisten (teatro de Mérida, foro de Tarragona, grandes acueductos de Segovia y Tarragona...). En esa Hispania aparecen asimismo grandes figuras de las letras y de la historia romana, como Lucio Anneo Séneca, nacido en Córdoba (fundada por los romanos en 152 a.C) en el año 4, gran escritor y filósofo estoico, consejero del emperador Nerón hasta 62 (se suicidó en 65). Para muchos autores medievales, sobre todo del siglo xv, Séneca será un modelo por encarnar una especie de “hispanidad” natural y de latinitas cultural. En 33 nace en Calahorra el insigne retórico latino Quintiliano y en 39 nace también en Córdoba uno de los mayores poetas latinos, Marco Anneo Lucano, sobrino de Séneca, autor de la Pharsalia. Se suicidó como su tío en el año 65. Ya en tiempos de la Hispania crisitiana, hemos de suponer que fueron numerosos los intercambios culturales con intelectuales latinos del norte de África y de Oriente Medio y las máximas figuras de las letras hispánicas de los primeros siglos de nuestra era son el poeta Prudencio (348-405), nacido también en Calahorra, quien iba a desempeñar cargos curiales importantes en tiempos de Honorio (que pasó a gobernar Hispania a partir de 395, tras la llamada partitio imperii entre Honorio y Arcadio, hijos del emperador Teodosio), acabando sus días como poeta (su obra más famosa es la llamada Psychomachia, un extenso poema en hexámetros en el que se narra el conflicto entre los vicios y las virtudes en el seno del alma) y el historiador Paulo Orosio (ca 390 y muerto después de 418), discípulo de San Agustín, antipriscilianista (ver infra), y de cuya Historia adversus paganos (418) se hablará luego.

Pero Hispania fue asimismo el teatro de los conflictos espirituales de los primeros tiempos del cristianismo. En tiempos del emperador Valeriano, la persecución de los nuevos cristianos llega hasta Hispania donde muere martirizado Fructuoso, obispo de Tarragona (259). Se mantiene dicha persecución en tiempos de Diocleciano (303) con los supuestos mártires Cucufato (Barcelona), Félix (Gerona), Eulalia (Mérida)… y toma fin con el edicto de Milán, promulgado por el emperador Constantino en 313, que establece la libertad de cultos en el territorio del Imperio romano. Osio, obispo de Córdoba, es llamado para presidir el concilio de Nicea, en Turquía, que supondrá el triunfo de Atanasio contra las tesis de Arrio (o Arriano) que dieron lugar a la secta del arrianismo que será la religión oficial de los visigodos, hasta la conversión del rey Recaredo en 589. Hispania fue, un poco más tarde, a partir de 380, el teatro de otra disputa teológica, la levantada por las ideas de Prisciliano (ca 340 – 385), noble supuestamente de la provincia de Gallaecia que llegó a ser obispo de Ávila, gracias a sus influencias entre los prelados católicos. El sínodo de Zaragoza (380) se reúne, sin embargo, contra el priscilianismo que sin llegar a ser considerado como herejía pasó a ser condenado y sus adeptos excomulgados y desterrados. En 385 el emperador Máximo, basándose en la condena del priscilianismo decidida en el Concilio de Burdeos de 384, manda prender a Prisciliano que es ejecutado en la ciudad de Tréveris (Galias). La cuestión del arrianismo vuelve a ser de actualidad en el año 400, cuando se celebra el Ier Concilio de Toledo que vuelve a condenar las tesis anti-trinitaristas de Arrio.

            A pesar de las divisiones espirituales de los primeros tiempos del cristianismo, huelga decir que la religión supuso en la Hispania romana de los últimos tiempos un factor de cohesión y de centralización. Así hemos de destacar la importancia histórica de la constitución de la diócesis de España, la Diocesis hispaniarum. La constitución de dicha diócesis supuso el poder reunir el conjunto de la península bajo la autoridad política de una única persona, el vicarius hispaniarum, él mismo bajo la autoridad del prefecto que administraba toda la parte occidental del Imperio (Gran Bretaña, Galia e Hispania).

            Al amparo de los conflictos propiamente romanos, esa lejana diócesis hispánica tuvo tendencia a conocer cierta autarquía con respecto a Roma, favorecida asimismo por el peso y el poder de las oligarquías autóctonas. Ya en el siglo iv, momento de relativa calma para la península, las prácticas autárquicas tienden a desarrollarse en las zonas septentrionales y occidentales –la cuna futura de la macropropiedad agraria– en el marco de las ricas villae donde no se dudaba en transformar a la mano de obra agrícola en ocasional milicia para su autodefensa. En otras provincias, como la Baetica o la Tarraconensis, triunfan modos de vida más urbanos. Es ahí donde se concentran las grandes aglomeraciones de la época romana: Tarragona, evidentemente, pero también Barcelona (Barcino), Zaragoza (Caesaraugusta), Pamplona, León (que debe su nombre a su fundación por parte de la Legio VII Gemina), ciudades amuralladas donde, tras las poderosas murallas, florecen importantes edificios públicos (circos, termas, hipódromos… pero también templos y luego iglesias).

 

En 418, Paulo Orosio, gran historiador hispano-latino, concluye su opus magnum, intitulado Historia adversus paganos en la que afirma que la grandeza del Imperio romano implicaba la miseria de los demás pueblos y predice su caída como consecuencia del establecimiento de un nuevo orden mundial, el del cristianismo. No tardará mucho, efectivamente, en caer dicho imperio a raíz de las invasiones germánicas: se suele citar la fecha de 476 como final “oficial” del imperio romano de occidente (el de oriente, Bizancio, seguirá existiendo hasta la toma de Constantinopla en 1453[1]) y principio “oficial” del período de la Historia al que la historiografía del siglo xix dio el nombre de “Edad Media”.

 

 

 

 

 

 

D. Las invasiones de los Bárbaros

 

            La pax romana no pudo evitar que Hispania fuera en alguna que otra ocasión invadida. Ya a finales del siglo ii, hacia 176, se van sucediendo una serie de incursiones en la Bética de bandas de mauri procedentes del norte del continente africano: ciudades como Málaga o Itálica serán pilladas. Una segunda oleada puntual de incursiones llega en 258 cuando hordas de francos y alemanes cruzan el territorio ibérico, asolando ciudades como Tarragona (264). Se trasladarán luego a África, tras haber permanecido unos diez años en la península.

            Son éstos fenómenos de invasión puntuales y hasta cierto punto comprensivos en un ámbito históricos de limitaciones geopolíticas bastante imprecisas. La verdadera invasión de los bárbaros llega algo más tarde y como consecuencia indirecta de los conflictos políticos de Roma. En el año 407, se rebela en Gran Bretaña Flavio Constantino el “usurpador”, rebelión que desemboca en conflicto armado en la península entre los partidarios de Constantino y su hijo Constante y, por otro lado, los del general Geroncio y el usurpador Máximo. La débil toma de poder en la península del general Geroncio explica que en 409 se pactase la entrada en la península de unos grupos de pueblos bárbaros que se estaban instalando por Aquitania. Así pues se aposentan en Hispania los primeros invasores bárbaros: vándalos silingos en la Bética, suevos en Gallaecia y alanos en Lusitania y Carthaginense. El pacto establecía asimismo la inviolabilidad de la Tarraconense que siguió bajo control romano.

            En 412, los visigodos –convertidos al cristianismo desde 340–, tras haber saqueado la ciudad de Roma en 410, se instalan en el sur de Galia y su paladín Ataúlfo funda el “Reino de Tolosa” (Toulouse) y se casa con la rehén imperial Gala Placidia, hermana de Honorio. Pronto comprenden los romanos que resulta útil concluir un pacto de colaboración con los visigodos para hacer frente a las acometidas de los otros pueblos bárbaros. Así, como aliados de los romanos penetran en 414 los visigodos en la península saqueando el noroeste y consiguiendo que suevos y vándalos se replieguen, unos hasta Gallaecia, otros hasta la Bética y, algunos años más tarde, hasta el norte de África (429), no sin antes dejar una huella indeleble de su presencia en la Bética pues de los vándalos viene el topónimo “Andalucía”. En 415, el rey visigodo traslada la capital de su reino desde Tolosa hasta Barcelona, pero es asesinado. Su sucesor es también asesinado y se hace con el poder Valia. En 416, los visigodos, foederati de los romanos, tienen ya el control de la Tarraconense, la Bética, la Carthaginense y Lusitania pero al serles concedida Aquitania en 418 se retiran de la península, comprometiéndose sin embargo a defender los territorios hispánicos en caso de ataque, con lo que, en esos, años serán bastante numerosas las incursiones visigodas en territorio hispano.

En los años siguientes abundan los conflictos: entre pueblos bárbaros (vándalos y suevos) o bien merced a levantamientos contra la autoridad romana, defendida por los visigodos, como el de los bagaudas (un pueblo itinerante ni romanizado ni cristianizado) en 441 o las acometidas de los suevos que aspiraban al control de la península. Dichas aspiraciones quedan frenadas por la victoria del rey Visigodo Teodorico II sobre los suevos, en la célebre batalla del río Órbigo (456). Es asimismo el momento de as primeras sedentarizaciones de visigodos, concretamente en la mitad norte de la Meseta, una región que llevará pronto el nombre de Campi Gothroum. A finales del siglo v una nueva oleada de colonos visigodos se asentarán en la meseta central y en la Tarraconense (Tarragona es ocupada por los visigodos en 473). En 466, accede al poder el ry visigodo Eurico quien consolidará el dominio visigodo sobre la zona y dejará el llamado “Código de Eurico” (480) que es la primera recopilación de derecho germánico donde aparece ya la noción política clave del “principio de personalidad” sobre las de naturaleza y territorialidad, típicas del derecho romano.

El final del imperio romano, el 23 de agosto de 476, supone que los diversos reinos germánicos instalados en el imperio en régimen de hospitalitas pasen de pronto a tener plena soberanía y que algunos de ellos den rienda suelta a sus deseos expansionistas. Ese es el caso de los Francos que, capitaneados por el rey Clodoveo desde 481 (en fr., Clovis, convertido al cristianismo en 499), van extendiendo su autoridad por Galia hasta llegar a la frontera con el reino visigodo de Tolosa, en la región del Loira. Esta presión de los francos, unidos con los burgundios, culmina en la batalla de Vouillé (507) en la que muerte el rey visigodo Alarico II, suponiendo el final del reino de Tolosa y el desplazamiento político de los visigodos hacia sus dominios de Hispania. En Galia, sólo la franja mediterránea, desde Arlés hasta Narbona, resiste el ataque franco-burgundio y no por mucho tiempo.

La situación política con la que se encuentran los visigodos en la península a principios del siglo vi es la siguiente. Al noroeste, el reino, considerablemente debilitado tras la derrota del río Órbigo, de los suevos, en la actual Galicia. No mucho sabemos de ellos, parece que se fundieron pronto con las poblaciones autóctonas en una zona donde la romanización fue menor, que fueron un tiempo priscilianistas pero, tras el reconocimiento en 456 de la autoridad visigoda abrazaron el arrinaismo. La cordillera montañosa del norte, de los montes de Cantabria hasta los Pirineos era una zona poco poblada a la que nunca fue ocupada de manera estable por los romanos pero, por lo visto, sus habitantes –tribus nómadas dedicadas a la ganadería– no parecían representar un verdadero peligro. Las crisis del siglo v implicaron también a esos pueblos, como los ya citados bagaudas que cruzaron los Pirineos llegando hasta el Ebro. Menos sabemos aún sobre los primeros cántabros y vascones que a pesar de haber tenido algún que otro contacto con los romanos jamás fueron romanizados. Sus actividades se caracterizaban por una agricultura bastante primitiva. A pesar de iniciar, en el siglo v, cierta sedentarización en los valles, estos pueblos mantuvieron, por lo visto, su independencia política con respecto a los estados que se instalaban en la península de manera durable, como el reino de los suevos y el de los visigodos. Pero, muy pronto, estos pueblos resultaron una amenaza constante, con sus incesantes pillajes y destrucciones. Tanto es así que el combatir a cántabros y vascones será siempre una de las prioridades de los reyes de Toledo.

Tras la derrota de Vouillé, en 507, que se suele considerar como el inicio del reino visigodo propiamente hispánico, la instalación política de los visigodos en España no se pudo realizar sino merced a la unión política con los ostrogodos, firmada en 511 y que iba a durar hasta 548. Son éstos años de incesantes conflictos entre los diferentes clanes que protagonizaron una encarnizada lucha por el poder, siendo frecuentísimos los asesinatos de soberanos. Estas rivalidades que podían pasar por una autoridad política fuertemente debilitada, fueron el pretexto de que se sirvió el emperador de oriente, Justiniano, para lanzar, en 555, una ofensiva marítima contra la España visigótica, supuestamente para ayudar a Atanagildo contra el rey visigodo Agila. Los bizantinos ocuparon así toda la franja costera, desde Cádiz hasta Denia y permanecieron allí unos setenta años, hasta 624, cuando, aprovechando las presión persa sobre Bizancio, el rey Suintila acabó con la campaña final, emprendida por el rey Sisebuto.

La presencia bizantina decidió tal vez que los visigodos se decantasen por Atanagildo quien fue elegido rey, tras el asesinato de Agila. Atanagildo sentó las bases del futuro centralismo visigótico, eligiendo Toledo como capital del reino y fomentó una política de conciliación con los vecinos francos. Tras él reinó Leovigildo (569-586), visigodo de Septimania, con quien se concretizó la incuestionable dominación visigoda de la Hispania a través de una reunificación espiritual y territorial. Lanzó importantes ofensivas contra los bizantinos, conquistando, por ejemplo, Córdoba en 572. En el frente norte, Leovigildo consiguió la anexión de los cántabros, tras la toma de su capital Amaya, en 574, quienes fueron cristianizados y perdieron su lengua a pesar de que no se integrasen al mundo visigótico. También obtuvo Leovigildo el retroceso de los vascones (campaña militar de 581) –que iban a seguir siendo una amenaza constante a pesar de los éxitos conseguidos por Suintila hacia 625– y un tratado de paz con los suevos (576), punto de partida de la anexión de dicho reino en 585, tras la derrota impuesta por las tropas de Leovigildo al rey gallego Audeca.

 

 

 

 


La España visigótica en sus inicios (siglo vi) y su expansión

 

 

            Tras la reunificación territorial Leovigildo pudo desarrollar su programa político basado en el centralismo y en la autoridad regia que se manifestó en una nueva acuñación de moneda (los “tremises visigodos”, de 584, moneda “nacional” del reino), amén de unos símbolos que iban a seguir vigentes durante siglos, la corona, el cetro y el trono. En cuanto a la unidad religiosa, Leovigildo intentó llevarla a cabo a partir del arrianismo que intentó imponer sin demasiados resultados a los poderoso obispos de la Hispania aunque para ello tuvo que profesar un arrianismo mitigado en el que aparecen concesiones al trinitarismo. Dicha política arriana y anticatólica dio un giro de 180 grados con la llegada al poder del hijo de Leovigildo, Recaredo quien, en 587, sólo un año después de la muerte de su padre, se convirtió al cristianismo, conversión ésta que tuvo toda su incidencia política en el marco del III Concilio de Toledo de 589 cuando el catolicismo, basado en el dogma de la Trinidad, fue declarado religión “oficial” del reino visigodo.

            El sistema político puesto en práctica por Leovigildo y su hijo Recaredo se convirtió pronto en una monarquía centralizada y teocrática que contó siempre con la osmosis entre los poderes civiles y los eclesiásticos, aunque algunos historiadores ponen en tela de juicio el concepto de teocracia aplicado al sistema visigodo: el poder de los obispos, según éstos, se veía, de hecho, constantemente mermado por el poder central y por el poder ejercido a nivel local por los jefes nobles, cada uno al frente de su ejército personal. Por otro lado, los obispos tampoco consiguieron representar los intereses del pueblo. Se trató predominantemente de una monarquía electiva, siguiendo el modelo arcaico germánico, pero no faltaron los casos de sucesión biológica. En cualquier caso, lo que daba legitimidad al nuevo rey era la aceptación del candidato por parte de la Iglesia a través de la unción del nuevo monarca, adoptada en el IV° Concilio de Toledo de 633, al que asistió Isidoro de Sevilla (†636) –que hacia 620 ya había acabado su opus magnum, las Etimologías de 20 volúmenes– y donde se pretendió oficializar la monarquía electiva frente a la hereditaria. Huelga decir que semejante proceso de legitimación dio lugar a un número importante de golpes de estado y asesinatos políticos. El vínculo entre la religión y el poder si hizo patente en la figura del rey Sisebuto (612-621) quien, en el marco de una catolización a ultranzas del reino, promulgó duras leyes contra los judíos (612), siguiendo el movimiento iniciado por Recaredo (593), según las cuales se imponía el catolicismo a los hijos de matrimonios mixtos, llegando hasta decretar la conversión forzada de los judíos, al año siguiente, lo cual supuso la emigración de éstos a otros lugares (concretamente a Francia en 615) y la aparición del criptojudaísmo. Nuevas leyes antijudías serán sancionadas por diferentes concilios de Toledo, concretamente el VI (de 638), el XII (de 681) y, sobre todo, los XVI y XVII (de 693 y 694, respectivamente), donde se establece la prohibición para los judíos de poseer siervos o bienes que hayan sido de cristianos así como el comercio con éstos, y se prevee la reducción a la servidumbre de la población judía.

            En los últimos reinados visigodos se intensifican las rivalidades entre bandos y jefes regionales. La accesión al poder del último rey godo, el famoso Rodrigo, es emblemática de esta situación. Su predecesor, Witiza –quien había sucedido a su propio padre, Égica, con el consiguiente aumento de las rivalidades entre clanes–, reina solo, a partir de 702, entre epidemias, malas cosechas, persecuciones públicas contra judíos, y debe hacer frente a constantes rebeliones nobiliarias. Además, en 709, los árabes se hacen con Tánger y ponen sitio a Ceuta, defendida por el conde Julián. En 710, cuando muere Witiza, el país se sume en una situación de semi “guerra civil”: se enfrentan los partidarios del hijo de Witiza, Agila (o Akhila) quien había sido nombrado por su padre dux de la Tarraconense para afianzar sus pretensiones al trono, y, por otro lado, los de Rodrigo, dux de la Bética. El conflicto se resuelve a favor de este último, pero la decisión de esta mayoría de facciones nobiliarias no es aceptada por todos. Los adversarios de Rodrigo no aceptan la elección, y el primero de ellos, Agila, se mantiene como soberano de la Tarraconense y llega hasta acuñar moneda como si se tratase de un soberano independiente de Toledo. Para dichos adversarios, la presencia de tropas extranjeras, al otro lado del estrecho de Gibraltar, es percibida como un recurso posible contra la elección de Rodrigo: en numerosas ocasiones se había recurrido ya, en la Historia, a un “príncipe” o a un pueblo extranjero para conseguir lo que hoy llamaríamos un “golpe de estado”. Posiblemente, esa fue la motivación principal que condujo al conde Julián a entregar Ceuta a los musulmanes, permitiendo así un gran desembarco. Como lo dice Adeline Rucquoi: “les musulmans entrèrent donc dans la Péninsule à la faveur des luttes pour le pouvoir entre factions nobiliaires” (1993:72). Así entraron pero si pudieron instalarse durante ocho siglos, hay que buscar otras explicaciones. No cabe duda de que el reino visigodo tenía los días contados.

 



[1]. Para algunos, la fecha de 1453, Toma de Constantinopla, significa el paso de la Edad Media al Renacimiento. La historiografía hispánica suele preferir la fecha de 1492, Descubrimiento de América como inicio de la llamada “Historia Moderna”.